TODA SOCIEDAD, Y MÁS AÚN UNA COMO LA NUESTRA, DEBE SER TRATADA EN SUS DIVERSAS PECULIARIDADES, PARA QUE HAYA SIEMPRE UN HILO CONDUCTOR
En nuestro extenso pasado, las sucesivas sumisiones al poder imperante llegaron a ser consideradas las guías invariables de nuestra evolución histórica, hasta el punto que no parecía haber ninguna posibilidad de alterar dicha línea de acción, con las distorsiones que ello iba acumulando a cada paso. Así llegamos a la Guerra que se extendió en el terreno durante una década, allá a finales del siglo XX. Pero el final de la misma, inesperado para todos, le dio un giro a la realidad, que ahora, casi tres décadas después, nos ha puesto inescapablemente frente a un desafío de evolución política que, como tal, no tiene precedentes; y ese desafío es: o entramos en una nueva fase de interacción sociopolítica o corremos el riesgo cierto e inminente de irnos desintegrando por dentro, hasta ver que nuestra sociedad se va convirtiendo en un ente sin capacidad de enfrentar el presente y el futuro.
Padecemos la arraigada tendencia a ir dejando que las cosas pasen por debajo y por encima de nosotros, sin preocuparnos a fondo y con la debida dedicación y empeño por lo que pueda estar pasando en el día a día. Este es un lastre histórico que hay que sacudirse de una vez por todas, porque la sumisión al mecanicismo artificioso sólo conduce a las dispersiones más perversas. Lo que hay que hacer, en verdad, es asumir la suerte del país como una tarea propia de todos y de cada uno de nosotros. El sentir ciudadano está poniendo esto en lacerante evidencia, y esa es una excelente señal de que el fenómeno colectivo puede ir de veras evolucionando para bien de la comunidad entera y no simplemente de grupos interesados en sacar egoístas ventajas de ello, como ha sido lo tradicional en nuestro ambiente.
Ahora podemos decir, con toda convicción, que sí estamos en la vía del cambio, y no porque alguien en específico se proclame abanderado de él, sino porque es el ánimo comunitario el que se halla cada vez más inmerso en tal propósito. Podemos entender así que este no es un trance calculado por nadie, sino un acontecer que viene surgiendo de las entrañas mismas de nuestro ser colectivo, y por eso tiene una trascendencia sin precedentes. La ciudadanía comenzó por fin a verse a sí misma como el sujeto primordial que es, y desde ahí todas las perspectivas asumen una dimensión verdaderamente compartida por todos. ¿Quién iba a decirnos esto hace sólo unos cuantos años? El mismo devenir histórico se está encargando de revelárnoslo.
Se hace patente, entonces, el origen pluralizado de tantas ansiedades y de tantas inseguridades como hoy circulan por doquier entre nosotros; y si a esto sumamos la proliferante incertidumbre que provoca la crisis pandémica generada por el caprichoso coronavirus, unida al desborde de acontecimientos caóticos como la corrupción institucional, la implacable invasión del narcotráfico y el persistente acoso de la actividad pandilleril, podemos percibir con creciente claridad todos los implacables peligros a los que estamos expuestos cotidianamente. Son retos muy difíciles y complejos, sin duda, y a Dios gracias ya no hay forma de disfrazarlos.
Una sociedad, cualquiera que sea, nunca puede escapar de sus propias necesidades, de sus propios agobios y de sus propias perspectivas de manera permanente e impune. A nosotros los salvadoreños, ya nos llegó la hora de la verdad, y enfrentarla cara a cara es nuestra única opción de estabilidad cierta y de avance real. La política puede hacer todos los malabarismos que quiera, pero en el fondo y en el trasfondo ya no va a desaparecer el imperativo de enfocar y de procesar las cosas como son. Este es un designio que no depende de ninguna voluntad en específico.
Esta, como venimos repitiéndolo con insistencia que no se cansa de hacerse sentir, es una demanda del fenómeno real, y su imperatividad no tiene alternativas sustentables y sostenibles. Que las neuras conflictivas no se impongan sobre la razón ordenadora: eso es lo que estamos obligados a poner en práctica en todas las instancias y niveles de nuestra vida. Que la sensatez impere, como corresponde a las voluntades regidas por los lineamientos del buen vivir y del buen actuar.
Y pongamos el debido énfasis en que este no es un proceder opcional, sino que es una responsabilidad definida por el mismo sentido de los hechos. Hay que seguir los ejemplos de la sana disciplina y nunca los desbordes de la emotividad desaforada. El país está en nuestras manos, y hay que cuidarlo convenientemente para que no se nos derrame o se nos desintegre por impulsos fuera de control.
Entendamos el cambio y manejémoslo como lo que es: una dinámica que tiene su propia lógica y su propia vitalidad. Hay siempre muchas volatilidades en juego, y por eso el orden se hace más imperioso que nunca. Pensemos a fondo antes de reaccionar en cualquier punto, cuestión y circunstancia. Ahí está la clave del éxito posible.
Evidentemente vamos avanzando, pese a las dudas y a los contratiempos. Esta convicción debe servirnos de base para que todos nuestros comportamientos y sus aportes respectivos vayan en línea.
El país está en nuestras manos, y hay que cuidarlo convenientemente para que no se nos derrame o se nos desintegre por impulsos fuera de control.