SALARIO MÍNIMO: TEMA TÉCNICO CONVERTIDO EN CHAPUZA POLÍTICA
Ayer mismo el ministro de Hacienda reconocía que no sabe de adónde saldrán los fondos con que el gobierno ha prometido subsidiar el aumento al salario mínimo a las micro y pequeñas empresas.
El derecho a sindicalizarse, la igualdad de salarios para igual trabajo, la semana de 44 horas laborales, el aguinaldo y las vacaciones anuales pagadas, la indemnización por accidente, las prestaciones por maternidad y el seguro social, todos fueron derechos que los trabajadores salvadoreños cristalizaron después de ingentes esfuerzos y de la caída de la dictadura de Hernández Martínez.
Entre esos derechos, consagrados desde hace casi seis décadas en el Código de Trabajo, figura el del salario mínimo, mismo que debe teóricamente ser revisado cada tres años, aunque revisión no significara necesariamente aumentos a lo largo de una importante parte de este poco más de medio siglo.
Cada tres años, la instancia que por ley establece estos aumentos, conformada por el gobierno y representantes de los sectores empresariales y laborales, debe tomar en cuenta el costo de la vida, el costo de producción, la inflación, la redistribución del ingreso, los diferentes modelos de remuneración, las zonas de producción dispares e incluso atender a la competitividad. Para decirlo de modo escueto, esa mesa debe discutir si se pondrá énfasis en garantizar productividad, en incentivar inversión o en proteger el empleo, o idealmente en todo eso al unísono cuando las condiciones de la economía lo han permitido.
El último aumento al salario mínimo entró en vigor en enero de 2017: 300 dólares mensuales para comercio y servicios, 295 dólares para textiles y confección, 249 dólares para el sector agrícola.
Por supuesto, la clase trabajadora tiene derecho a mucho más que al mínimo vital, su aspiración a una vida plena, a la salud, a la educación superior es inalienable, pero la representación gubernamental en el Consejo Nacional de Salario Mínimo está ahí para arbitrar no sólo entre los intereses del sector patronal y del laboral, que en varias coyunturas pueden contraponerse, sino sobre todo para que el análisis del que habla el Código de Trabajo sea más técnico que político.
Y en esta coyuntura, se procede precisamente a la inversa, atendiendo más a si las medidas alimentan el discurso oficial que a su integración dentro de la política económica gubernamental, cuando la hubiere, y a sus efectos en el funcionamiento del sistema.
Los teóricos coinciden en que si un mercado de trabajo funciona bajo supuestos competitivos, la actualización del salario mínimo reduce la cantidad de trabajo contratada; otros plantean que un mercado como el salvadoreño, en el que diversas áreas de la economía tienen en la práctica hasta un único comprador de mano de obra, el salario mínimo incluso aumentó el empleo en épocas de bonanza, que por supuesto no es el caso en el escenario pandémico.
Son apenas las primeras de una larga serie de reflexiones que deben cultivarse en el seno del Consejo, mismas que deberían ser públicas para que la ciudadanía tenga irrestricto acceso a las sesiones donde se discute y decide sobre el salario mínimo. Simplificar el proceso y utilizar una herramienta de índole técnica y tan noble naturaleza como un vulgar megáfono es imperdonable. Y eso es todo lo que persigue el gobierno, un megáfono para desviar la atención de la nación de las acusaciones de corrupción contra algunos ministros hechas por Estados Unidos nada menos.
Tal es el extravío al respecto de un asunto así de relevante que ayer mismo el ministro de Hacienda reconocía que no sabe de dónde saldrán los fondos con que el gobierno ha prometido subsidiar el aumento al salario mínimo a las micro y pequeñas empresas. Por supuesto, tampoco saben cómo reaccionarían los trabajadores si todo su pago, no sólo el 20 por ciento del incremento, se les hace efectivo con una moneda volátil, sin ningún respaldo efectivo, que al convertirse en dólares supone pérdida automática para el usuario.