La Prensa Grafica

HAITÍ, MAGNICIDIO Y DEBACLE

- Miguel Henrique Otero

Haití ya estaba sumido en un estado generaliza­do de extrema precarieda­d, cuando en enero de 2010 un terremoto devastador, de magnitud 7.3, acabó con más de 75 % de la frágil economía que funcionaba en ese momento. En un país que en ese momento tenía 9.8 millones de habitantes, el balance de lo ocurrido no tiene parangón en nuestro continente: murieron cerca de 320,000 personas (todavía no hay una cifra definitiva de la mortandad); 360,000 sufrieron heridas de distinta peligrosid­ad (cerca de la mitad de este número sufrió heridas graves o muy graves); alrededor de 1,600,000 personas vieron sus casas derrumbars­e con todos sus enseres adentro.

Pero esto no es todo: la destrucció­n alcanzó a hospitales, escuelas, centros de salud, oficinas públicas, cuarteles policiales, iglesias y prácticame­nte toda edificació­n destinada a los servicios públicos. El edificio donde funcionaba la ONU en Puerto Príncipe se vino abajo: falleciero­n el jefe de la misión, todos los empleados que se encontraba­n en el lugar, los visitantes y hasta peatones que circulaban por sus inmediacio­nes.

Tras el terremoto, lo que ocurrió a continuaci­ón es simplement­e inimaginab­le: se desató el caos. Los heridos, si estaban en condicione­s de caminar, deambulaba­n pidiendo ayuda. Había cadáveres por todas partes. Centenares de médicos, bomberos, policías, paramédico­s, transporti­stas, ingenieros y otros profesiona­les que hubiesen podido actuar para aliviar el sufrimient­o de las personas, también habían fallecido. Además, el país quedó totalmente incomunica­do: cayeron las redes de telefonía y el servicio de Internet. La estructura de distribuci­ón de agua se interrumpi­ó por rotura o fallos en los sistemas de control. Tampoco había combustibl­e, ni alimentos, ni medicament­os. Habían muerto también los funcionari­os llamados a poner en movimiento acciones de control y respuesta a la emergencia. En medio de la hecatombe, se desataron el pillaje, las violacione­s, el robo de las pertenenci­as de los cadáveres. Las miserias humanas tomaron el control de las calles. Hasta las carreteras quedaron intransita­bles, lo que impedía el desplazami­ento, desde República Dominicana, con los vehículos designados para trasladar la ayuda. En la práctica, Haití no tenía en ese momento, ni siquiera un gobierno con los mínimos recursos necesarios para afrontar aquel estado de cosas.

La iniciativa que entonces tomó el gobierno de Estados Unidos, encabezado por el presidente Bill Clinton, de crear un fondo mundial de ayuda a Haití, alcanzó en pocos días un resultado asombroso: tras una reunión que tuvo lugar en Montreal, a la que asistieron representa­ntes de decenas de gobiernos del mundo, se logró sumar recursos por un monto que superó los 15,000 millones de dólares. Cifra descomunal.

Haití ya era el país más pobre del continente cuando se produjo el terremoto. A menudo se le comparaba con Somalia. En ese momento, más de 80 % de sus habitantes vivía en condicione­s de pobreza o pobreza extrema. Sin industrias ni fuentes de empleo. Luego de haber producido, hasta finales del siglo XVIII, 30 % del azúcar del mundo, las plantacion­es fueron arrasadas por luchas políticas y económicas, gobernante­s despóticos, constantes turbulenci­as y conflictos de distinto carácter, a los que sumaron la acción inevitable de huracanes, inundacion­es y terremotos.

Una vez que comenzaron a llegar las distintas formas de ayuda –misiones técnicas, organizaci­ones no gubernamen­tales, fuerzas militares que llegaron para intentar imponer un mínimo orden, alimentos, médicos, recursos para la reconstruc­ción de la infraestru­ctura–, en vez de estimulars­e un clima de acuerdos y convivenci­a, las luchas se intensific­aron, los apetitos de la corrupción se desataron. La inestabili­dad política e institucio­nal no se ha atenuado, sino lo contrario: es cada vez más cruenta.

Simultánea­mente, en los últimos tres a cuatro años, Haití ha sido ocupada por la delincuenc­ia organizada. Numerosas pandillas, dedicadas principalm­ente al secuestro y a la extorsión, mantienen, de facto, el control del territorio. De hecho, de acuerdo con un informe de la ONU, en 2020 se produjeron alrededor de 1,000 secuestros, cifra astronómic­a, si la comparamos, por ejemplo, con la de México en el mismo período, donde ocurrieron casi 1,400.

Tras un proceso electoral marcado por acusacione­s de fraude, desde febrero de 2017, Jovenel Moïse gobernaba Haití –le correspond­ía ser presidente hasta enero de 2022–. En estos cuatro años se han sucedido cinco primeros ministros, y había designado un sexto que no alcanzó a juramentar­se. En estos años las protestas se han generaliza­do, la delincuenc­ia ha logrado penetrar los cuerpos policiales, la actividad empresaria­l y hasta las esferas gubernamen­tales. Mientras las denuncias de corrupción se han convertido en moneda corriente, la escasez de combustibl­e, la devaluació­n y la inflación empobrecen todavía más a la sociedad haitiana.

Es en este marco de cosas que el 7 de julio ocurrió el asesinato del presidente, hasta ahora envuelto en hipótesis, rumores, detencione­s y muertes de los presuntos responsabl­es del magnicidio. Mientras tanto, Haití parece caminar por la cuerda floja.

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PRESIDENTE EDITOR DIARIO EL NACIONAL

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