LA VIDA: UNA CONTINUA CONVERSIÓN
El 28 de agosto, la Iglesia Universal celebró la fiesta de San Agustín. Había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica.
Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre había bebido, dice él, con la leche materna.
Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba a la religión “que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser”.
Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.
El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín y especialmente el leer algunas obras de los clásicos de espiritualidad no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios.
Sus errores consistieron principalmente en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente presunción de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo.
Después de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que solo en la Iglesia Católica encontraría la verdad y la paz para su alma.
Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia.
Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más ceca del Señor, pues para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin de camino, que es el Amor.
Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!, nos dice San Josemaría.
El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, por el pecado mortal, nos espera cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.
Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado. Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significaba, además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilección a Cristo, de un amor humano.
Dio ese paso definitivo en el verano del año 386 y meses más tarde, en la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual, tuvo su encuentro definitivo con Cristo al recibir el Bautismo de manos de San Ambrosio.
Fijados en la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. Me dices contrito: ¡con cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada, nos dice San Josemaría.
Para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin de camino, que es el amor.