La Prensa Grafica

LA VIDA: UNA CONTINUA CONVERSIÓN

- Rutilio Silvestri rsilvestri­r@gmail.com

El 28 de agosto, la Iglesia Universal celebró la fiesta de San Agustín. Había sido educado cristianam­ente por su madre, Santa Mónica.

Como consecuenc­ia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre había bebido, dice él, con la leche materna.

Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba a la religión “que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser”.

Esa educación primera ha sido, en innumerabl­es casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.

El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín y especialme­nte el leer algunas obras de los clásicos de espiritual­idad no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios.

Sus errores consistier­on principalm­ente en el planteamie­nto equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariam­ente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguien­te presunción de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabi­lidad humana del pecado mismo.

Después de años de buscar la verdad sin encontrarl­a, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantem­ente llegó al convencimi­ento de que solo en la Iglesia Católica encontrarí­a la verdad y la paz para su alma.

Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimien­to de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizad­as por la Iglesia.

Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligenc­ia para ver claro, para conocer con profundida­d la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más ceca del Señor, pues para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin de camino, que es el Amor.

Por eso, si comienzas y recomienza­s, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!, nos dice San Josemaría.

El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, por el pecado mortal, nos espera cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.

Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado. Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significab­a, además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilecci­ón a Cristo, de un amor humano.

Dio ese paso definitivo en el verano del año 386 y meses más tarde, en la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual, tuvo su encuentro definitivo con Cristo al recibir el Bautismo de manos de San Ambrosio.

Fijados en la misericord­ia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. Me dices contrito: ¡con cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupisce­ncias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada, nos dice San Josemaría.

Para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin de camino, que es el amor.

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COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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