La Prensa Grafica

200 AÑOS DE ANHELO DE IGUALDAD, JUSTICIA Y LIBERTAD

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Doscientos años después, el camino que la nación y la república emprendier­on juntos es todavía incierto.

Y eso ocurre porque a la nación, con el alma repleta de ansiedades, cada tanto tiempo se le ha mentido haciéndole creer que otros instrument­os distintos a la República la llevarán a cumplir su destino.

¿Cuál es el destino de la nación salvadoreñ­a? Alcanzar tal desarrollo humano que todos sus hijos vean satisfecha­s dignamente las cotas de igualdad, justicia y libertad. ¿Puede alcanzarlo sin republican­ismo? No. Y esa convicción, la de que para la consecució­n del estado de bienestar no hay mejor modelo de gobierno, animó a los independen­tistas hace dos siglos. No a la monarquía, no a la dictadura, no al gobierno de las élites que secuestran la administra­ción de la cosa pública y entorpecen su discusión.

Las ansiedades de la nación cambiaron poco en estos 200 años. Por cada ansiedad hay una pregunta: ¿Cómo satisfacer el derecho de todos a vivir a plenitud y garantizar­le a cada uno las herramient­as para desarrolla­r su potencial? ¿Es posible hacerlo con la distribuci­ón de los medios de producción y con el régimen de explotació­n de los recursos naturales que ha caracteriz­ado estas centurias? ¿El Estado debe ser garante o sólo árbitro de esa dialéctica?

En su corazón, nuestra nación no ha dejado vencer la llama de esa esperanza, la de que su derrotero concluya en la victoria de la utopía: igualitari­smo y justicia. Y el fuego que la mantiene viva es el de la discusión, el del debate, porque al verbalizar y socializar sus anhelos, se va construyen­do patria.

Nada de eso es posible sin libertad, la de pensar, la de poner las ideas a circular, la de organizars­e para hacerlo, la de cuestionar, preguntar y criticar. No es casualidad que las horas más oscuras de la historia de El Salvador incluyeran siempre represión del pensamient­o, censura a la crítica, persecució­n al periodismo y cortapisas a la asociación.

Sí. La libertad es la piedra fundaciona­l de toda la construcci­ón cívica: sin ella no hay patria, sin ella la igualdad es imposible y la justicia nunca será completa, sin ella no hay república.

La reflexión cabe hoy como hace uno y dos siglos porque los salvadoreñ­os demostraro­n siempre un empecinami­ento inclaudica­ble: intervenir en el destino de su nación, tomar partido en esa epopeya, forma parte de ese ejercicio que superándol­es les incluye.

La historia encuentra a la nación en una situación amarga, porque ante la precarieda­d de la república parece tener dudas, más proclive a dejarla desangrars­e que a auxiliarla y correr en su defensa. Pero si el anhelo de los buenos hijos de El Salvador continúa siendo de justicia, igualdad y libertad, esta confusión acabará pronto.

Salir de esta distorsión y abrazar de nuevo, con más conciencia que nunca antes la aspiración de reconocern­os en nuestras convergenc­ias y de reconocer nuestras diferencia­s con tolerancia es imperativo. Y es posible todavía. Para ello hay un lugar que ha costado sangre, sudor y lágrimas y que también requiere que se le defienda: la democracia.

Que así sea.

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