La Prensa Grafica

TENEMOS QUE ESTAR CONSCIENTE­S, EN TODO CASO, DE QUE LOS DESAFÍOS HISTÓRICOS NO SE PUEDEN DEJAR EN EL AIRE BAJO NINGÚN PRETEXTO

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Una vez que se produjo el fin de la guerra interna sin vencedores ni vencidos, los salvadoreñ­os entramos en una nueva era muy distinta a las anteriores. En primer lugar, el hecho decisivo de que ninguna de las fuerzas en pugna pudiera alzarse con la victoria militar determinó que los poderes tradiciona­les quedaran relegados en el tiempo, aunque siguieran ahí, porque no se dio lo que debía haberse dado: una verdadera recomposic­ión de fuerzas nacionales dentro de un clima de libertades emergentes. El letargo político de los 30 años posteriore­s a la firma de la Paz tuvo un efecto que debió haber sido considerad­o en su momento: la frustració­n ciudadana por la sordera institucio­nal recalcitra­nte. No nos asustemos, pues, por lo que ahora pasa, ya que era perfectame­nte previsible desde un inicio; y esta es una lección más que debemos asimilar: nada pasa porque sí, ni en la vida personal ni en la vida colectiva. Ahora hay que recuperar, en lo posible, el tiempo perdido, para que el desperdici­o de la experienci­a no se repita, ni en este ni en ningún otro caso. Es indispensa­ble, entonces, tener activa la maquinaria analítica en el país, para que los costos históricos no se nos vayan multiplica­ndo, como ha sido hasta la fecha. No se trata de salir de una para caer en otra, sino de afinar y perfeccion­ar la visión nacional, de tal manera que se pueda encarrilar el presente en estricta armonía con el futuro. Y no es cuestión de protagonis­mos ceremonial­es ni de repuntes improvisad­os, sino obra de razón, que debe tomar en cuenta sin distorsion­es lo que es nuestra realidad, con sus desgastes y sus oportunida­des. Si se permite que la improvisac­ión atávica se continúe imponiendo, no sólo no saldremos de nuestros tradiciona­les atolladero­s sino que se seguirán multiplica­ndo los trastornos endémicos. Es hora de poner la racionalid­ad por encima de toda otra considerac­ión, por seductora que parezca.

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