EL SÍMBOLO DE LA LIBERTAD SE HA VENIDO A POSAR EN NUESTRO AMBIENTE EN UN MOMENTO ESPECIALMENTE SIGNIFICATIVO DEL DEVENIR NACIONAL
En una muy curiosa conjunción de imágenes se nos presenta ahora mismo una fecha histórica emblemática, como es la culminación de 2 siglos desde aquel 15 de septiembre de 1821 en que la región centroamericana proclamó su Independencia de España, y tal conmemoración se da en perfecta sintonía con este momento evolutivo nacional en el que estamos viviendo pruebas críticas para nuestro avance dentro de la dinámica democrática, que parece cada día más dificultosa entre los distintos avatares que se hacen presentes con una intensidad insospechada. Es como si una voluntad fuera de nuestro alcance estuviera moviendo las piezas del quehacer nacional, poniéndonos un examen de sustentabilidad decisiva en el día a día. Hay que comenzar, entonces, por leer y descifrar las señales de este tiempo tan complejo que nos toca vivir.
Allá en 1821, cuando Centro América emprendió el esfuerzo inagotable de consolidar el régimen de libertades en nuestro medio, de seguro nadie pudo tener conciencia de que tal esfuerzo sería tan dilatado en el tiempo, y hoy, dos siglos después, la evolución misma nos está enseñando que se trata de una ruta azarosa y quebradiza, de lo cual la realidad actual nos está mostrando un testimonio implacable. Pero todo esto, en definitiva, es enseñanza, que cada vez es más difícil desconocer y ya no se diga escapar. Sólo de pensar que hay enfrente otros 200 años en las mismas, todas las perspectivas se nublan y todas las expectativas se erizan. El gran aporte aleccionador de esta coyuntura es, sin duda, la evidencia lacerante de que hay que asumir un compromiso nuevo.
Y, si bien se leen los signos de los tiempos, lo que queda claramente a la luz es que dicho compromiso tiene que contener elementos novedosos en el sentido más serio y gráfico del término, como son el orden, el respeto, la coherencia y la visión proyectiva. Nada de esto tendría que ser novedoso en sí, pero lo es, y con especialísimo relieve, porque en el curso de nuestra marcha histórica lo que ha prevalecido entre nosotros es todo lo contrario: el desajuste cargado de intereses, el abuso como norma básica de vida en comunidad, la dispersión de propósitos y la falta de aperturas hacia los horizontes del buen vivir en clave de progreso serio, previsible y compartido.
Eso ha sido así, con distintas variedades y tonalidades, por décadas que se suceden sin fin, hasta el punto en que el vaso ha rebalsado ante nuestros ojos. Ahora circula por la atmósfera nacional la escalofriante sensación de que hemos entrado en un callejón sin salida, aunque al ver las cosas desde una perspectiva más analítica que emotiva, lo que se dibuja con más nitidez es un trance propio del tránsito que tenemos que hacer para pasar de veras a una etapa que en verdad nos haga entrar, como sociedad y como nación, por la vía de una racionalidad que debió ser siempre nuestra brújula conductora.
La democracia, bien entendida y bien vivida, nunca es una pugna de enemigos ni un juego de descalificaciones y de trampas, como hoy es tan común querer imponer.
Y ya que hemos pasado a este ciclo en el que se abren tantas posibilidades de realización con miras al mañana inmediato y sucesivo, lo que todos estamos en el deber de abanderar es la sensatez en los planteamientos y en las reacciones. La democracia, bien entendida y bien vivida, nunca es una pugna de enemigos ni un juego de descalificaciones y de trampas, como hoy es tan común querer imponer. La responsabilidad compartida va, pues, por encima de dichos afanes, y así debemos asumirlo todos para que el país funcione en serio.
El cumplimiento de los 200 años de Independencia está aquí, como una fecha que debe ser a la vez inspiradora y responsabilizadora. El Salvador, parte vital de dicho fenómeno, tiene que responderle al calendario con un enfoque del más amplio alcance. Puede parecer casualidad que dicha conmemoración se esté dando precisamente en estos días, pero los símbolos siempre traen un mensaje de profundo impulso. Así hay que entenderlo y asumirlo.
Esta es hora en la que debe prevalecer el realismo en todos los órdenes del ser y del actuar. Un realismo que no se deje controlar ni por el optimismo irresponsable ni por el pesimismo desactivador. El Salvador necesita aportes que consoliden su estabilidad y que alimenten su voluntad de cambio. Y eso depende, sin excepciones, de todos nosotros.
En este momento de nuestro tránsito histórico lo peor que podríamos hacer es encerrarnos en cualquier tipo de pasionismos y lo mejor que podemos hacer es abrirnos a todas las opciones de autorrealización, para que el país, como el todo que es, entre en fase de auténtico despegue.
Afortunadamente la ciudadanía está cada vez más consciente de su rol como destinataria y emisaria del destino nacional; y a partir de ahí hay que rediseñar la hoja de ruta hacia un futuro cada día más visible.