UNA LIBERTAD CRUCIAL
La libertad de expresión siempre estorba a los regímenes autoritarios. Casi por regla general, los tiranos buscan la manera de imponer límites a esa capacidad que tienen las personas de generar ideas, difundirlas y compartirlas, en libre ejercicio del derecho que los seres humanos tenemos a pensar lo que queramos y a expresarlo sin miedo a ser amenazados, coartados o perseguidos.
El Estado fue creado, entre otras cosas, para garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos, no para entorpecerlos y mucho menos atropellarlos. Esta perogrullada ni siquiera debería estarse escribiendo en una columna de opinión en El Salvador del siglo XXI. Si toca hacerlo hoy es porque los principios más básicos en que descansa cualquier concepto elemental de democracia están siendo socavados por el gobierno de Nayib Bukele de manera acelerada. Y algunos de nosotros no podríamos dormir tranquilos si por temor o por comodidad evadiéramos la responsabilidad de defender lo que en conciencia debemos animar a defender.
El proceso de desmantelamiento de los pilares democráticos emprendido por el actual régimen inició, por cierto, con la tergiversación de la verdad. No olvidemos que lo primero que trató de controlar fue la percepción que los salvadoreños teníamos de la realidad, usando para ello un gigantesco y muy bien financiado aparato tecnológico de propaganda. Ninguno de los adversarios políticos de Bukele supo reaccionar con la misma eficacia ni contó con los mismos recursos. El resto es historia.
Sin embargo, el problema de tergiversar la realidad, para un gobernante, es que también debe hacer algo concreto para que la realidad cambie efectivamente, beneficiando a aquellos que creyeron en sus promesas. De lo contrario, la realidad regresa con su acostumbrada brutalidad y golpea en la cara a los ciudadanos, con lo cual la tergiversación se vuelve insostenible en el tiempo.
La libertad de expresión ha jugado un papel clave en el proceso de deterioro que está sufriendo la imagen del gobierno, no hay duda. Gracias a las serias investigaciones realizadas por los medios de comunicación independientes, muchas de las narrativas oficialistas han quedado exhibidas como lo que siempre han sido: falacias. Pero en los tiempos que corren ya no basta con esperar que la libertad se proteja a sí misma. Se vuelve necesario que los ciudadanos actuemos en la defensa del derecho a expresarnos, a compartir nuestras ideas, a intercambiarnos información, a disentir con la autoridad y a criticarla cuando lo consideremos necesario. La libertad de expresión no es una concesión que nos hace el Estado: ¡es uno de nuestros derechos humanos fundamentales! Despojados de ella, ningún otro derecho puede ser adecuadamente defendido.
Recordemos que uno de los resultados más notables de la democracia es el arreglo civilizado de las diferencias. La libertad de expresión no solo facilita este resultado sino que lo enriquece a través del crecimiento que ofrece el amplio y respetuoso intercambio de ideas. Las mentalidades tiránicas no disfrutan ni entienden esta riqueza porque su ambición es desproporcionada e inhumana: pretenden que exista un pensamiento uniforme, rígido y compacto donde por naturaleza no puede haberlo. ¿A qué recurren entonces? A la fuerza, a la imposición, a la censura, al intento inútil de amedrentar a periodistas, medios de prensa y críticos. Pero nada de eso suele funcionar. La restauración de la libertad es siempre cuestión de tiempo.
El proceso de desmantelamiento de los pilares democráticos emprendido por el actual régimen inició, por cierto, con la tergiversación de la verdad.