MIGAJAS PARA LOS MUNICIPIOS, BUROCRACIA CARA PARA EL SALVADOR
Cuando el ministro de Hacienda sostiene que “las motivaciones y propósitos perseguidos en la Ley de Creación del FODES se han agotado”, no se refiere a la realidad de miles de salvadoreños para los que el empobrecimiento de su alcaldía es una tragedia. Se referirá en todo caso a que las finanzas públicas han sido tan mal manejadas que el gobierno no tiene liquidez por más que maquillen el presupuesto. O está hablando de algo todavía peor: un inconsulto, torpe y avieso rediseño del Estado.
La mayoría de salvadoreños que viven en los centros urbanos es benevolente con el Estado y se conforma con que le recojan la basura, el alumbrado eléctrico funcione, haya agua potable suficientes horas del día y que los delincuentes no interrumpan demasiado su tranquilidad.
Muchos de los servicios cotidianos que la población demanda son resueltos por las alcaldías; en los municipios más pobres, la relación con esa figura administrativa es de profunda dependencia debido a lo deficiente de la inversión social desde el Ejecutivo. En decenas de municipios, la diferencia entre que haya abono para los cultivos, medicinas de primera necesidad, subsidio para unos gastos funerarios y obras de mitigación la hace sí y sólo sí la municipalidad.
Esa es la crudeza de una nación pobre, de desigual distribución de la riqueza y precariedad en el acceso a los servicios fundamentales: mientras algunas alcaldías sí podían invertir el dinero que les llegaba vía Fondo para el Desarrollo Económico y Social de los Municipios (FODES) en infraestructura y proyectos de gran calado, otras lo ocupaban para pagar su planilla, gasto corriente y socorrer a su comunidad.
Por eso, cuando el ministro de Hacienda sostiene que “las motivaciones y propósitos perseguidos en la Ley de Creación del FODES se han agotado”, no se refiere a la realidad de miles de salvadoreños para los que el empobrecimiento de su alcaldía es una tragedia. Se referirá en todo caso a que las finanzas públicas han sido tan mal manejadas que el gobierno no tiene liquidez por más que maquillen el presupuesto. O está hablando de algo todavía peor: un inconsulto, torpe y avieso rediseño del Estado.
Desde el siglo XIX, a la base de la figura del municipio y la distribución administrativa y política del territorio se encuentra la convicción de cambiar el orden social de las monarquías. En oposición al viejo orden en el que los derechos no eran sociales sino personales y en el que toda la política se ejercía de modo vertical, se creyó que con unidades más pequeñas y dotadas de autonomía se le brindaría verdadera territorialidad a los derechos y horizontalidad a las relaciones entre los individuos y los funcionarios.
El actual régimen ya dio suficientes visos de no creer en la democracia; otro rasgo igual de característico es su desprecio por el diálogo y su veneración a la prepotencia y al verticalismo. Aunque podamos leer en esos modos los genes del presidente, de suyo un hombre intolerante, incapaz de reconocer sus errores, inválido para modular sus diferencias, el grupo que está detrás suyo, una bola heterogénea de inversionistas inconfesables y resabios de lo peor de la vieja política, está muy interesado en esa configuración del poder.
En resumen, lo que ocurrirá es que a las municipalidades, el Estado les dará apenas limosna, 82 millones de dólares a ser repartidos entre las 262 alcaldías. El resto de ese dinero, el equivalente a unos 470 millones de dólares si se toma en cuenta el presupuesto general saliente, será administrado por una Dirección Nacional de Obras Municipales cuyo presidente será designado por Bukele. Y un último dato, predecible: Las obras municipales ya no se harán por la Ley de Adquisiciones y Contrataciones.
El efecto práctico de estos cambios, además de condenar a la miseria a cientos de municipios, es desnaturalizar la inspiración política de las mismas alcaldías. Resulta que los ciudadanos votaron por unas personas que no contarán con ninguna autonomía para resolver las situaciones del municipio, apenas peones de un empleado impuesto por Bukele en un ente que centralizará y burocratizará temas tan específicos como agua potable o alumbrado.
La única ventaja de esta “genialidad” es que al final del periodo, ya no habrá que buscar la corrupción en 262 lugares, sino en uno solo, el que concentrará la inversión, a los contratistas, a los proveedores y a los amiguetes del régimen que harán merienda los próximos dos años y medio.