UNIÓN Y MOVILIZACIÓN
No es la popularidad de una temporada, ni siquiera ganar un par de elecciones importantes, lo que legitima la autoridad de una persona o de un gobierno. Eso se obtiene a punta de administrar bien, de cumplir promesas concretas y, sobre todo, de respetar esas reglas democráticas que incluso limitan el poder que se ha alcanzado. La autoridad, pues, se deslegitima cuando se convierte en mero ejercicio de poder.
Ningún proceso electoral justifica el abuso, la corrupción, el cinismo, la prepotencia política o el desquiciamiento institucional. Una masa votante –ya lo sabemos– puede equivocarse mucho en una coyuntura específica. (He aquí una buena razón, por cierto, para explicar por qué la más perfecta democracia no puede ser el único camino para establecer la moralidad de una decisión colectiva). Pero si el bien y el mal objetivos no descansan en mayorías de ocasión, tampoco la democracia y la libertad subsisten ahí donde solo una minoría resiste al autoritarismo y al atropello de la ley.
¿Cómo es, sin embargo, que las resistencias minoritarias se convierten de pronto en marejadas de personas que gritan, reclaman, patean la calle y hacen tambalear a los regímenes despóticos? Además del hartazgo general que produce el sistemático abuso del poder, ¿qué condiciones deben darse entre los ciudadanos para que el miedo natural que producen las tiranías se transforme por fin en activa resistencia social?
La inercia del temor, del abatimiento, es el mejor aliado de cualquier gobierno autoritario. Y esa inercia se combate echando abajo dos altos muros: el de la desconfianza y el de la inmovilidad. Las personas de carne y hueso a las que alienta el mismo objetivo patriótico deben salir de la comodidad de sus hogares y encontrarse en la calle, en la plaza pública, en los centros de convocatoria más populares. Viéndose a la cara, marchando hombro a hombro, literalmente “acuerpándose”, quienes enfrentan a una tiranía deben mostrar que la causa les motiva, les mueve, al punto de estar “presentes” allí donde se les necesite.
El otro muro que debe derribar toda resistencia ciudadana es el de la desconfianza. La idea de defender la libertad debe unir siempre a las personas, por encima de las diferencias legítimas que puedan tener en otros campos. Estar de acuerdo en todo es imposible en cualquier sociedad democrática, pero a una sociedad que pretende luchar por su democracia sí le conviene aspirar a la unidad en esa lucha. Si la amenaza contra todos los sectores es real, enfatizar en aquello que distingue a cada sector es contraproducente; lo que corresponde es hacer las diferencias a un lado, por un tiempo prudencial, a fin de hacer frente común delante de quien pretenda, mediante la concentración del poder, imposibilitar la discusión libre y abierta de cualquier controversia.
Los ejemplos exitosos de resistencia que consiguieron romper la desconfianza y la inmovilidad –el de la independencia de la India liderado por Gandhi, por ejemplo, o el del movimiento sindical obrero “Solidaridad”, que derribó como castillo de naipes al régimen comunista de Polonia en 1989– no solo unieron bajo una misma lucha a los diferentes, sino que ayudaron a sacudirse el miedo a grandes capas sociales. Aprender de estos ejemplos, de su espíritu fraterno y solidez pragmática, será muy conveniente para los salvadoreños libres y dignos, protagonistas orgullosos de este momento histórico.
La inercia del temor, del abatimiento, es el mejor aliado de cualquier gobierno autoritario. Y esa inercia se combate echando abajo dos altos muros: el de la desconfianza y el de la inmovilidad.