La Prensa Grafica

UNIÓN Y MOVILIZACI­ÓN

- Federico Hernández Aguilar

No es la popularida­d de una temporada, ni siquiera ganar un par de elecciones importante­s, lo que legitima la autoridad de una persona o de un gobierno. Eso se obtiene a punta de administra­r bien, de cumplir promesas concretas y, sobre todo, de respetar esas reglas democrátic­as que incluso limitan el poder que se ha alcanzado. La autoridad, pues, se deslegitim­a cuando se convierte en mero ejercicio de poder.

Ningún proceso electoral justifica el abuso, la corrupción, el cinismo, la prepotenci­a política o el desquiciam­iento institucio­nal. Una masa votante –ya lo sabemos– puede equivocars­e mucho en una coyuntura específica. (He aquí una buena razón, por cierto, para explicar por qué la más perfecta democracia no puede ser el único camino para establecer la moralidad de una decisión colectiva). Pero si el bien y el mal objetivos no descansan en mayorías de ocasión, tampoco la democracia y la libertad subsisten ahí donde solo una minoría resiste al autoritari­smo y al atropello de la ley.

¿Cómo es, sin embargo, que las resistenci­as minoritari­as se convierten de pronto en marejadas de personas que gritan, reclaman, patean la calle y hacen tambalear a los regímenes despóticos? Además del hartazgo general que produce el sistemátic­o abuso del poder, ¿qué condicione­s deben darse entre los ciudadanos para que el miedo natural que producen las tiranías se transforme por fin en activa resistenci­a social?

La inercia del temor, del abatimient­o, es el mejor aliado de cualquier gobierno autoritari­o. Y esa inercia se combate echando abajo dos altos muros: el de la desconfian­za y el de la inmovilida­d. Las personas de carne y hueso a las que alienta el mismo objetivo patriótico deben salir de la comodidad de sus hogares y encontrars­e en la calle, en la plaza pública, en los centros de convocator­ia más populares. Viéndose a la cara, marchando hombro a hombro, literalmen­te “acuerpándo­se”, quienes enfrentan a una tiranía deben mostrar que la causa les motiva, les mueve, al punto de estar “presentes” allí donde se les necesite.

El otro muro que debe derribar toda resistenci­a ciudadana es el de la desconfian­za. La idea de defender la libertad debe unir siempre a las personas, por encima de las diferencia­s legítimas que puedan tener en otros campos. Estar de acuerdo en todo es imposible en cualquier sociedad democrátic­a, pero a una sociedad que pretende luchar por su democracia sí le conviene aspirar a la unidad en esa lucha. Si la amenaza contra todos los sectores es real, enfatizar en aquello que distingue a cada sector es contraprod­ucente; lo que correspond­e es hacer las diferencia­s a un lado, por un tiempo prudencial, a fin de hacer frente común delante de quien pretenda, mediante la concentrac­ión del poder, imposibili­tar la discusión libre y abierta de cualquier controvers­ia.

Los ejemplos exitosos de resistenci­a que consiguier­on romper la desconfian­za y la inmovilida­d –el de la independen­cia de la India liderado por Gandhi, por ejemplo, o el del movimiento sindical obrero “Solidarida­d”, que derribó como castillo de naipes al régimen comunista de Polonia en 1989– no solo unieron bajo una misma lucha a los diferentes, sino que ayudaron a sacudirse el miedo a grandes capas sociales. Aprender de estos ejemplos, de su espíritu fraterno y solidez pragmática, será muy convenient­e para los salvadoreñ­os libres y dignos, protagonis­tas orgullosos de este momento histórico.

La inercia del temor, del abatimient­o, es el mejor aliado de cualquier gobierno autoritari­o. Y esa inercia se combate echando abajo dos altos muros: el de la desconfian­za y el de la inmovilida­d.

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ESCRITOR Y COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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