EL AÑO DEL BICENTENARIO ESTÁ POR CONCLUIR, PERO DEBE DEJARNOS EL PLENO CONVENCIMIENTO DE QUE LA PATRIA ES LA BASE DEL SER NACIONAL
Los valores patrióticos se nos han venido diluyendo en el curso del tiempo, y ese es un fenómeno realmente desestructurador de nuestra condición más propia como ente nacional que nació para quedarse. Lo primero que habría que hacer, entonces, es detenerse al menos por unos momentos a reflexionar en serio y a fondo sobre los porqués de tal situación, que se viene haciendo cada vez más notoria en la medida en que aconteceres como la globalización en marcha y los reacomodos socioeconómicos y políticos subsiguientes van tomando cuerpo y arraigo en la vida cotidiana de las diversas latitudes. Cada sociedad y cada país tienen su específico modo de ser, lo cual es factor que en ninguna circunstancia hay que perder de vista, sobre todo al hacer indagaciones y valoraciones como estas a las que nos referimos en las temáticas aludidas.
En cuanto al caso concreto de El Salvador, es decisivo tener presente, desde el primer instante, que nuestras condiciones geográficas y humanas determinan una realidad que no hay que perder de vista bajo ningún concepto. Tal realidad nos condiciona en todos los niveles de nuestra vida, y hace que lo que somos y lo que hacemos tengan una connotación inconfundible, que es aún más reconocible en las condiciones intercomunicantes del mundo actual. Seamos conscientes de ello, para saber y sentir en toda su magnitud el hecho de que ahora tenemos real identidad en el mapamundi, como nunca antes. Y esto no es un simple decir superficial, sino una expresión de presencia que ha venido sin duda a quedarse para todo lo que vendrá de aquí en adelante.
Dentro de dicho panorama, un acontecimiento como la conmemoración de los 200 años de la Independencia centroamericana viene a dejar un signo de gran valor en lo que se refiere al perfil más profundo de nuestra
Patria, que poco después de 1821 emergió ya con rasgos típicamente salvadoreños. En todos estos sucesivos decenios, la salvadoreñidad se ha ido afirmando en el terreno, aunque, como decimos al principio de esta
Columna, los valores patrióticos hayan sufrido un creciente deterioro por la falta de una práctica que los afiance y los vaya poniendo a tono con la evolución. Por fortuna, el mismo proceso está encargándose de hacérnoslo ver de modo cada vez más dramático.
El ser nacional no es un concepto teórico, sino una base concreta al máximo, de cuya permanencia sana y dinámica dependen los distintos factores que nos dan la materia y la energía para continuar en marcha. Y para dar fe de ello, digamos desde el fondo de nuestro ser individual y colectivo: “Patria, voluntad firme y coherente que nos hace sujetos de destino en todo momento y en cualquier circunstancia”. Y todo en el entendido de que la Patria nos pertenece y nosotros le pertenecemos a la Patria, ahora y siempre. Es a partir de tal convicción puesta cotidianamente en acción que se hace factible volvernos gestores de futuro.
Está en marcha un proceso de cambio, que no deriva de la voluntad de nadie sino que es producto de la misma evolución histórica con sus retrancas y sus impulsos. Al ser así, a todos nos corresponde contribuir constructivamente a dicho esfuerzo originado en la realidad misma. Y hay que tener presente que cuando se presentan fenómenos como éste lo pertinente e insoslayable es irse moviendo en la misma dirección del respectivo fenómeno, sin perderse en fantasías inoficiosas ni en fijaciones autocomplacientes.
La Patria, con sus principios, sus valores y sus misiones, debe ser la brújula que día a día nos vaya dirigiendo hacia adelante. Una brújula que encarna la tarea superior de ese destino nacional al que nos referimos a cada paso para insistir responsablemente en lo más revelador y orientador de nuestro tránsito por esta dimensión vital. Al posesionarnos de tal convicción penetramos de veras en el círculo de los escogidos por la Providencia.
Empecemos, entonces, por dar de manera individual y colectiva el ejemplo del cambio, con énfasis en la transformación de nuestras convicciones aprendidas y disponiéndonos a reconstituir a fondo nuestros modos de hacer las cosas. En otras palabras, aquí se trata de aplicar en serio la voluntad evolutiva, poniendo cada pieza de nuestra existencia en el sitio que le corresponde.
Al comprometernos con esta dinámica nos volvemos definidos contribuyentes y partícipes del buen desempeño del acontecer que se manifiesta hoy en los diversos escenarios del mundo global, y desde luego también en el nuestro. Esa es la integración vinculante que lleva ahora la delantera.
No hay duda de que por fin vamos aprendiendo de los errores acumulados para ya no reincidir en ellos. Si es así de veras habremos dado un salto de calidad que hasta hace muy poco resultaba inimaginable.
No es un concepto teórico, sino una base concreta al máximo, de cuya permanencia sana y dinámica dependen los distintos factores que nos dan la materia y la energía para continuar en marcha.