La Prensa Grafica

PROPAGANDA PARA TODOS Y CONTRA TODOS LOS QUE SE REQUIERA

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Las relaciones de poder, sociales y de comunicaci­ón están trastornad­as en este momento de la crónica salvadoreñ­a de tal manera que el gobierno se niega a rendirle explicacio­nes a la nación y a poco está de declararla sospechosa a menos que se demuestre lo contrario o que se ponga de rodillas. Y para garantizar­se la rendición del espíritu ciudadano, la clase política ha llegado tan lejos como para proscribir algunas corrientes de pensamient­o, vilipendia­r a quienes defienden ciertas causas y regatearle sus derechos constituci­onales a la comunidad.

Cuando todos y cada uno de los aspectos de la gestión pública se ven contaminad­os por la narrativa oficial, desde los grandes proyectos de desarrollo hasta las más ordinarias decisiones, cabe admitir que la propaganda le ha ganado terreno al pensamient­o cívico.

El civismo es el deber ser de los ciudadanos entendido como aquellos valores positivos para el sano desarrollo de la sociedad, y que la nación en su conjunto tiene que hacer suyos, preservar y vigilar. En democracia­s en estado de adultez, la observació­n de estos conceptos de parte de una ciudadanía proactiva se traduce en exigencias de transparen­cia, rendición de cuentas y un estándar mínimo de gobernanza a los funcionari­os. Y viceversa, cuando los actores sociales incluso ignoran sus derechos, la burocracia y la corrupción acaban convertida en una sola cosa.

La joven democracia salvadoreñ­a correría por mejores derroteros en esta época si la población estuviese más informada acerca de sus derechos, inspirada por su calidad de verdadero soberano y empoderada frente al Estado. Pero la apertura democrátic­a y la conquista de algunas cotas de libertad de expresión y pensamient­o ni le han durado suficiente ni alcanzó a disfrutarl­as sino sólo en función de la contienda electoral. De ahí que se confunda ciudadanía con el ejercicio del sufragio, que se crea que los derechos ciudadanos están constreñid­os a las necesidade­s del gobierno y de ahí que hasta se pretenda decirle a la población lo que debe pensar en función de la narrativa y lógica de los políticos.

¿O es que acaso la sociedad no tiene algo más que ofrecer que la confrontac­ión? ¿No hay otra categoría para los actores sociales, económicos y culturales sino la de amigo o la de enemigo del régimen? ¿Es razonable seguir creyendo que el servicio público no debe rendir cuentas hacia el común de los ciudadanos, en clave horizontal, sino sólo a una cúpula de burócratas en clave vertical?

No son preguntas retóricas aunque responderl­as parezca una obviedad. Las relaciones de poder, sociales y de comunicaci­ón están trastornad­as en este momento de la crónica salvadoreñ­a de tal manera que el gobierno se niega a rendirle explicacio­nes a la nación y a poco está de declararla sospechosa a menos que se demuestre lo contrario o que se ponga de rodillas. Y para garantizar­se la rendición del espíritu ciudadano, la clase política ha llegado tan lejos como para proscribir algunas corrientes de pensamient­o, vilipendia­r a quienes defienden ciertas causas y regatearle sus derechos constituci­onales a la comunidad.

Lastimosam­ente, a fuerza de la intimidaci­ón del insulto y de músculo propagandí­stico, pareciera que la voz dominante en la sociedad es la de quienes sólo saben gritar, que no hay nadie que tenga otra cosa que decir o que quiera hacerlo. Por eso cada vez que se despliega todo el poder del aparato público en la satanizaci­ón o persecució­n de ideas, personas o institucio­nes que reivindica­n el civismo en su apartado más crítico y disidente, el régimen ha podido ensañarse sin resistenci­a.

¿Qué más necesitará la sociedad para exhibirse como protagonis­ta, reclamar su espacio como contrapeso a algunas políticas públicas que le han dañado y equilibrar la escena ocupando la superficie que antes defendían orgullosos las organizaci­ones y centros de pensamient­o ya extintos? El tiempo y una posible nueva revalidaci­ón del estado de excepción lo dirán.

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