ADUEÑARSE DE TODO, HASTA DEL LENGUAJE
El pasado 12 de junio el periódico ABC publicaba una entrevista de Karina Sainz a Sergio Ramírez. La plática se centró en la literatura y en la situación de Nicaragua y el cierre de la Academia de la Lengua de Nicaragua por parte del gobierno, lo que para el escritor es “un acto de barbarie” que devela “la naturaleza del régimen” Ortega-murillo. Dos días antes, Javier Cercas publicaba en El País una nota sobre Mario Vargas Llosa en la que afirma: “El poder se define por su pulsión de adueñarse de todo, empezando por el lenguaje”.
En ambos casos, el problema de fondo es la relación poder político y libertad de pensamiento y expresión. Y bien sabemos que los regímenes autoritarios y populistas son alérgicos a las libertades. Pero hay matices interesantes. El caso nicaragüense muestra el pensamiento y la forma de ejercicio del poder de un tirano de viejo cuño, arropado con un desteñido y agujerado ropaje de izquierda revolucionaria. Esos gobiernos que reprimen a palo limpio, encarcelan y cierran periódicos. Triste, condenable, pero bien conocido. Lo planteado por Cercas remite a una realidad más problemática: la posibilidad de que sin usar la fuerza bruta se anule la posibilidad de disentir. Esto último viene ocurriendo en El Salvador desde hace unos años.
El gobierno de Bukele ha sido pródigo en denostar a cualquier persona o institución que considere parte de la oposición. Ha descalificado por igual a partidos políticos, instituciones o personas que lo critiquen, pero hasta hoy ha respetado la libertad de expresión. Sin embargo, apoyado por un impresionante aparataje de redes sociales y troles ha impuesto un discurso que domina el pensamiento de buena parte de la población salvadoreña. Es el discurso de los enunciados absolutos; de afirmaciones tan tajantes como insostenibles.
Expresiones como “los mismos de siempre”, “estamos haciendo lo que nunca hicieron”, o más recientemente aquello de que estamos “en guerra contra las pandillas”, hoy son parte del pobre léxico político del gobierno y de sus fanatizados seguidores. Obviamente, la mayoría de esas afirmaciones son fácilmente cuestionables y rebatibles. Pero no han sido concebidas para ello. Ni el presidente, ni sus funcionarios tienen disposición al debate. Sus discursos fluyen en un solo sentido, sin posibilidad de réplica. Son simplemente monólogos.
Esto provoca un empobrecimiento de las capacidades de análisis y debate. El sistemático bombardeo mediático de un discurso tan avasallador, tan falto de matices, y sobre todo tan intolerante solo puede provocar en el receptor reacciones similares. Se asume acríticamente o se rechaza igual. Hasta hoy ha funcionado más lo primero; basta ver los resultados de las encuestas o las reacciones en las redes sociales ante cualquier crítica al gobierno. Lastimosamente, hasta los opositores caen en la trampa; ante los insultos y las descalificaciones a priori, terminan respondiendo de la misma manera.
Pareciera que hoy en día solo quedan dos posibilidades: ser “fan” del presidente, y creerle todo; o ser crítico acérrimo, achacándole todos los males que el país padece. Nada gana el país con ello. Por el contrario, aumenta la intolerancia y la exasperación social. El artículo 168, literal 3, de la Constitución de la República establece que es obligación del Presidente de la República: “Procurar la armonía social”. También habla de conservar la paz, la tranquilidad y la seguridad. Pero la armonía social es primero.
Ni el presidente, ni sus funcionarios tienen disposición al debate. Sus discursos fluyen en un solo sentido, sin posibilidad de réplica. Son simplemente monólogos. Esto provoca un empobrecimiento de las capacidades de análisis y debate.