UN ARCOÍRIS PARA ROMPER EL SILENCIO
Se podría optar por el silencio; por no molestar, no hacer bulla, por no incomodar a quienes solo pretenden ir y venir por la vida sin revolucionar nada. Ellos son los que están tibios, los que están cómodos en este sistema y que también tienen derecho a existir, como todos.
Pero seguir así significaría permitirles que ganen. O que, en todo caso, pierdan. Porque negarle a alguien la posibilidad de notar la amplia gama de colores, sonidos, sabores y texturas que existen es, en gran medida, prohibirle vivir.
Igual, se podría no haber hecho nada por hacer que ese sistema sea, poco a poco, más inclusivo. Y ninguno de ellos habría reclamado. Porque están muy a gusto creyendo que a todos les viene bien su versión de la historia. Pero nadie nació para ser complaciente. Ni para ser sumiso.
De fábrica, los seres humanos venimos como con esta imperiosa necesidad de ser, de pesar, de buscar el espacio que necesitamos para desarrollarnos a plenitud. En el camino, sin embargo, a muchos esas ganas se les atrofian o no les crecen.
La educación que persiste es una que, de hecho, todavía busca uniformar antes que impulsar la diferencia como semilla de la creatividad. En otras palabras, una gran cantidad de personas todavía crece en un ambiente que apaga o, en el peor de los casos, criminaliza la diversidad, encajona.
Quizá por esto nos cueste tanto aceptar que no hay un modelo universal de ser humano. Y que, acá, lo único que se puede hacer es establecer marcos legales para evitar acciones que produzcan algún tipo de daño a otros y, a la vez, acordar un piso de derechos que busque garantizar el desarrollo de todos. Fuera de estos dos aspectos, toca trabajar, y mucho, en aceptar la diferencia.
Junio es un mes consagrado a hacer visible todo aquello que los sistemas más habituales se empeñan en minimizar. Este es el mes de las diversidades sexuales. Y cabe recalcar que reducir esta manifestación de identidad al mero hecho de a quién se quiere como pareja es simplificarlo demasiado.
Este movimiento social va sobre una reivindicación de los derechos humanos.
Todas las personas, de acuerdo con la
Constitución Política de El Salvador, tenemos “derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad, a la seguridad, al trabajo, a la propiedad y posesión, y a ser protegida en la conservación y defensa de los mismos”.
Ese documento no hace segregación alguna y, además, garantiza el “derecho a la propia imagen”. Si en algún lugar sí vamos a ser iguales es exactamente ahí en donde dice que “El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”. El Estado debe trabajar para todos.
Cuando a la población LGBTI+, representantes de la diversidad sexual, se le pregunta qué le hace falta, la respuesta en primera instancia pasa por seguridad y justicia. Y de ahí hace un rápido recorrido hacia la educación, la salud, el empleo y la identidad.
Eso que se ve tan bonito y tan inspirador en los primeros artículos de nuestra Carta Magna es lo que no se traduce en acciones. Aquí prevalece una alta incidencia de discriminación y de negación de todos estos derechos básicos a varios sectores poblacionales.
Ante esto, la respuesta podría seguir siendo la discreción y el silencio. Pero va a ser que no. Cada año, junio se llena de más color y la marcha del orgullo atrae a cada vez más personas que se reúnen para ratificar su existencia.
Ese país justo y equitativo que se encierra en la letra de la Constitución tiene que encontrar quién le libere, le ejecute y le transforme en vida.
La respuesta podría seguir siendo la discreción y el silencio. Pero va a ser que no. Cada año, junio se llena de más color y la marcha del orgullo atrae a cada vez más personas que se reúnen para ratificar su existencia.