LA PEOR DE LAS IDEAS SÓLO PUEDE VENIR DE LAS PEORES FUENTES POSIBLES
Una nación como la salvadoreña, azotada por el asesinato desde hace décadas, primero por la violencia política, luego por la represión y el terrorismo de Estado, el conflicto armado y después la violencia social y el florecimiento del terrorismo pandilleril, difícilmente abrazaría la idea de la pena capital. Quizá por eso no hay debate alguno al respecto, no hay organizaciones de ninguna índole promoviendo fusilamientos, inyecciones letales ni otras modalidades de la ejecución en plaza pública.
La Constitución de la República de El Salvador no contempla la pena de muerte sino en caso de estado de guerra con otra nación. En el mismo artículo en el que los legisladores de 1983 restringieron de ese modo tan puntual la posibilidad de recurrir a la pena capital, prohibieron los castigos infamantes, los proscriptivos y toda especie de tormento y detallaron que el Estado organizaría los centros penitenciarios con el propósito de corregir a los delincuentes, procurando su readaptación.
Cuarenta años después, los países que incluyen la pena de muerte son minoría, y el concierto internacional insiste en la futilidad de ese recurso. En el continente americano sólo media docena de naciones mantienen la puerta abierta a castigar delitos comunes con pena capital. En uno de ellos, Cuba, la enmienda constitucional data del triunfo revolucionario y es desde entonces una medida contra opositores políticos y quienes incurran en intentos de “subversión del orden institucional“; en otro, los Estados Unidos de América, 23 estados ya abolieron esa posibilidad y tres han suspendido toda ejecución.
La corriente de pensamiento contra la pena de muerte es mundial. Desde 2007, la Asamblea General de las Naciones Unidas emitió ocho resoluciones solicitando a los miembros que aún mantienen legislaciones con esa alternativa que suspendan las ejecuciones, y los países que apoyaron esos manifiestos fueron en aumento desde entonces hasta sumar 123 en 2020. Como el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas lo ha sostenido en muchas oportunidades “la pena de muerte hace poco por las víctimas o por frenar el crimen e incluso con un meticuloso respeto por un juicio justo, siempre hay un riego de error en la justicia, sin duda un precio inaceptablemente alto.”
Una nación como la salvadoreña, azotada por el asesinato desde hace décadas, primero por la violencia política, luego por la represión y el terrorismo de Estado, el conflicto armado y después la violencia social y el florecimiento del terrorismo pandilleril, difícilmente abrazaría la idea de la pena capital. Quizá por eso no hay debate alguno al respecto, no hay organizaciones de ninguna índole promoviendo fusilamientos, inyecciones letales ni otras modalidades de la ejecución en plaza pública. Es además un concepto difícil de justificar y de conciliar con la confesionalidad de buena parte de la sociedad, y por eso mismo ni siquiera en las coyunturas de mayor crispación e ímpetu reaccionario esa idea ha sido llevada a la palestra.
Eso no obsta para que, como contenido propagandístico, como un modo de llamar la atención de los sectores más iletrados y convertir el dolor y sensación de justicia postergada de las víctimas en capital electoral, algunos partidos e institutos políticos se presenten con esta improbable bandera. Quienes lo hacen se revelan, involuntariamente, como enemigos de los derechos humanos. Ese es el único servicio público que los voceros de la pena de muerte le hacen a los ciudadanos, el de quitarse las caretas y establecer que no creen en la Constitución de la República ni en el Estado de derecho toda vez que sostienen que el Estado puede y debe operar sobre la vida humana.
Suficientes ayes sufren hoy los salvadoreños y salvadoreñas como para siquiera someter a debate la infame idea de un Estado criminal a todos los efectos.