HUMANIDAD EN VIVO

Allá, a lo lejos, de seguro en alguno de los cerros vecinos, se oía a la misma hora de la noche aquel concierto de ladridos, como si fuera una especie de ritual sonoro que nunca fallaba. Para muchos de los habitantes del lugar aquello era motivo de molestia y de malestar, pero ahí lo dejaban, porque no había con quién quejarse; pero a mí, recién llegado del Norte en condición de deportado, el espontáneo y puntual concierto me hace sentirme conmovido hasta las lágrimas. Aquella noche, estábamos reunidos un conjunto de amigos en la casa de uno de los nuestros. Todos vivíamos en la misma colonia y lo hacíamos con periodicidad calculada para intercambiar experiencias cotidianas, que son casi siempre las más aleccionadoras. Esa vez comencé yo hablando del concierto de ladridos, que muy pronto invadirían la atmósfera. Unos se quedaron impávidos y otros torcieron el gesto. Pero alguien, el más formal, pidió la palabra: --Amigos, yo creo que la mejor solución es que a escondidas les demos bocado. Nuestro reposo debe ser lo más importante, sobre todo cuando la vida diaria está tan peliaguda. ¿Qué les parece? Busquémoslos, aunque sea en el monte, y ya.

Y entonces lo que se hizo presente fue un revuelo de reproches:

--¡Eso no lo haremos nunca, porque sería un crimen de lesa convivencia!

--¡Qué bárbaro! ¡Callate si no querés que el bocado te lo demos a vos!

--¿Qué no ven que todos esos ladridos son los mejores aliados de la noche?

Y el coro de ladridos saludó la reacción con intensidad emotiva.