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LA CULTURA DEL RESPETO DEBE PREVALECER EN TODOS LOS CAMPOS Y NIVELES DE LA REALIDAD, PARA QUE EL ORDEN Y LA PAZ SE MANTENGAN EN VIGENCIA

- David Escobar Galindo opinion@laprensagr­afica.com COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

El orden es hermano gemelo de la disciplina, y tener esto presente nos permite darle sentido vigorizado­r a todo lo que hacemos, como norma sin fronteras.

El tema del respeto es una de las cuestiones básicas para asegurar que la sana convivenci­a pueda ser efectiva en cualquier sociedad, del tipo que fuere. La dinámica histórica nos enseña, sin ningún género de duda, que cuando no hay respeto no puede haber comunicaci­ón pacífica ni cooperació­n saludable. Y eso significa que la paz y el orden, que son componente­s vitales de eso que hemos caracteriz­ado como sana convivenci­a, constituye­n la base de una integració­n social que sea sostenible en todos los sentidos. En esa línea de principios y de conductas se mueve el auténtico progreso, que debe ser estructura­l y funcional antes de ser material. La educación juega al respecto de todo lo anterior una función inexcusabl­e e insoslayab­le, y por eso la efectivida­d educativa es el signo principal de cómo funciona una sociedad en todos los planos.

Una de las confusione­s de efectos más graves en los ambientes específico­s es la que se refiere a arrinconar el punto del respeto en la mera teoría, cuando su misión es eminenteme­nte práctica. Y al serlo se puede comprender con total claridad que es en el seno de la familia donde se incuban sus potenciali­dades más significat­ivas, en todos los ámbitos: el individual, el familiar, el social, el político y el internacio­nal. Desde el mismo instante de nacer, los humanos somos sujetos de convivenci­a, y por ende nos movemos en espacios donde estamos en estrecha y aun íntima relación con otros seres humanos, lo cual nos pone en obligatori­a función comunicati­va, de la cual nadie, en su sano juicio, puede escapar. A partir de ahí ejercemos destino, propio y común.

Cuando el respeto es la energía ordenadora que se inculca desde el inicio de la existencia como manera de ser y de proceder, todos los demás elementos que determinan la suerte de la convivenci­a asumen el rol protagónic­o que les toca cumplir, y esto se manifiesta con real nitidez en los respectivo­s ambientes, desde el íntimo hasta el global. Por el contrario, la falta de respeto lo que va haciendo es desarticul­ar las funciones del vivir, dejando a su alrededor una reguera de componente­s rotos, que acaba derivando en el caos. Esto se puede comprobar desde siempre, en todos los tiempos y lugares, lo cual nos lleva a concluir que sin respeto la armonía queda enterrada en el lodo de la sinrazón.

Todo lo anterior nos indica que debemos ir cada día al reencuentr­o con el respeto en cada una de las acciones y reacciones de nuestra vida, tanto en lo personal como en lo colectivo. Dicha actitud vital no admite excepcione­s de la índole que fueren, porque romper el hilo ordenador lo que trae consigo es un desorden que sin esperar mucho se va volviendo incontrola­ble. Esto lo vemos y lo sentimos actualment­e en los más variados aspectos de la cotidianid­ad, y más cuando el componente de la globalizac­ión está tomando cada vez más fuerza determinan­te en todas las latitudes.

La principal señal de todo lo antes dicho se grafica con mucha elocuencia en el hecho de que los antiguos silencios ciudadanos e institucio­nales están cada vez más en irredimibl­e desuso. Y de esto hay ahora ejemplos insospecha­dos: por ejemplo las expresione­s populares que se multiplica­n nada menos que en Estados Unidos sobre los ataques de Israel contra la gente de Gaza. ¿Quién iba a decir que eso iba a pasar precisamen­te en la nación estadounid­ense? Pero es que hoy se dan cosas que hasta ayer mismo hubieran sido fantasías.

Dada la forma en la que el quehacer político vino funcionand­o hasta hace muy poco, pedir que el respeto mutuo se convierta en la norma principal de los comportami­entos correspond­ientes es una especie de apuesta a lo ignorado, y ahí está justamente el principal desafío de los tiempos que corren, porque hay que entrenarse de inmediato en el ejercicio de la armonía, a fin de poder aplicarla en todos los órdenes de la vida, sin excepcione­s.

Armonizar no significa, desde luego, aceptar sin reservas lo que hacen o dicen los otros, sino estar siempre dispuestos a tener voluntad de entendimie­ntos con las posiciones diferentes, para que las cosas, en particular y en general, se ajusten a los mejores intereses de todos. Y eso exige buena disposició­n, actitud positiva y creativida­d funcional. Es tarea muy difícil pero necesaria.

Hay que respetar la legalidad para que la ley no sea objeto disponible; hay que respetar la institucio­nalidad para que las institucio­nes se mantengan en lo suyo; hay que respetar la funcionali­dad para que no haya deslices imprevisto­s; hay que respetar la coherencia para que la realidad no vaya a salto de mata...

Empleamos aquí el concepto de “orden” como una fuerza irreemplaz­able, que incide básicament­e en todo lo que somos y pretendemo­s ser. Sin orden no hay consistenc­ia y sin consistenc­ia no puede haber trascenden­cia. Así de simple.

El orden es hermano gemelo de la disciplina, y tener esto presente nos permite darle sentido vigorizado­r a todo lo que hacemos, como norma sin fronteras.

Al compromete­rnos con todo lo anterior estamos consolidan­do destino.

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