LA CULTURA DEL RESPETO DEBE PREVALECER EN TODOS LOS CAMPOS Y NIVELES DE LA REALIDAD, PARA QUE EL ORDEN Y LA PAZ SE MANTENGAN EN VIGENCIA
El orden es hermano gemelo de la disciplina, y tener esto presente nos permite darle sentido vigorizador a todo lo que hacemos, como norma sin fronteras.
El tema del respeto es una de las cuestiones básicas para asegurar que la sana convivencia pueda ser efectiva en cualquier sociedad, del tipo que fuere. La dinámica histórica nos enseña, sin ningún género de duda, que cuando no hay respeto no puede haber comunicación pacífica ni cooperación saludable. Y eso significa que la paz y el orden, que son componentes vitales de eso que hemos caracterizado como sana convivencia, constituyen la base de una integración social que sea sostenible en todos los sentidos. En esa línea de principios y de conductas se mueve el auténtico progreso, que debe ser estructural y funcional antes de ser material. La educación juega al respecto de todo lo anterior una función inexcusable e insoslayable, y por eso la efectividad educativa es el signo principal de cómo funciona una sociedad en todos los planos.
Una de las confusiones de efectos más graves en los ambientes específicos es la que se refiere a arrinconar el punto del respeto en la mera teoría, cuando su misión es eminentemente práctica. Y al serlo se puede comprender con total claridad que es en el seno de la familia donde se incuban sus potencialidades más significativas, en todos los ámbitos: el individual, el familiar, el social, el político y el internacional. Desde el mismo instante de nacer, los humanos somos sujetos de convivencia, y por ende nos movemos en espacios donde estamos en estrecha y aun íntima relación con otros seres humanos, lo cual nos pone en obligatoria función comunicativa, de la cual nadie, en su sano juicio, puede escapar. A partir de ahí ejercemos destino, propio y común.
Cuando el respeto es la energía ordenadora que se inculca desde el inicio de la existencia como manera de ser y de proceder, todos los demás elementos que determinan la suerte de la convivencia asumen el rol protagónico que les toca cumplir, y esto se manifiesta con real nitidez en los respectivos ambientes, desde el íntimo hasta el global. Por el contrario, la falta de respeto lo que va haciendo es desarticular las funciones del vivir, dejando a su alrededor una reguera de componentes rotos, que acaba derivando en el caos. Esto se puede comprobar desde siempre, en todos los tiempos y lugares, lo cual nos lleva a concluir que sin respeto la armonía queda enterrada en el lodo de la sinrazón.
Todo lo anterior nos indica que debemos ir cada día al reencuentro con el respeto en cada una de las acciones y reacciones de nuestra vida, tanto en lo personal como en lo colectivo. Dicha actitud vital no admite excepciones de la índole que fueren, porque romper el hilo ordenador lo que trae consigo es un desorden que sin esperar mucho se va volviendo incontrolable. Esto lo vemos y lo sentimos actualmente en los más variados aspectos de la cotidianidad, y más cuando el componente de la globalización está tomando cada vez más fuerza determinante en todas las latitudes.
La principal señal de todo lo antes dicho se grafica con mucha elocuencia en el hecho de que los antiguos silencios ciudadanos e institucionales están cada vez más en irredimible desuso. Y de esto hay ahora ejemplos insospechados: por ejemplo las expresiones populares que se multiplican nada menos que en Estados Unidos sobre los ataques de Israel contra la gente de Gaza. ¿Quién iba a decir que eso iba a pasar precisamente en la nación estadounidense? Pero es que hoy se dan cosas que hasta ayer mismo hubieran sido fantasías.
Dada la forma en la que el quehacer político vino funcionando hasta hace muy poco, pedir que el respeto mutuo se convierta en la norma principal de los comportamientos correspondientes es una especie de apuesta a lo ignorado, y ahí está justamente el principal desafío de los tiempos que corren, porque hay que entrenarse de inmediato en el ejercicio de la armonía, a fin de poder aplicarla en todos los órdenes de la vida, sin excepciones.
Armonizar no significa, desde luego, aceptar sin reservas lo que hacen o dicen los otros, sino estar siempre dispuestos a tener voluntad de entendimientos con las posiciones diferentes, para que las cosas, en particular y en general, se ajusten a los mejores intereses de todos. Y eso exige buena disposición, actitud positiva y creatividad funcional. Es tarea muy difícil pero necesaria.
Hay que respetar la legalidad para que la ley no sea objeto disponible; hay que respetar la institucionalidad para que las instituciones se mantengan en lo suyo; hay que respetar la funcionalidad para que no haya deslices imprevistos; hay que respetar la coherencia para que la realidad no vaya a salto de mata...
Empleamos aquí el concepto de “orden” como una fuerza irreemplazable, que incide básicamente en todo lo que somos y pretendemos ser. Sin orden no hay consistencia y sin consistencia no puede haber trascendencia. Así de simple.
El orden es hermano gemelo de la disciplina, y tener esto presente nos permite darle sentido vigorizador a todo lo que hacemos, como norma sin fronteras.
Al comprometernos con todo lo anterior estamos consolidando destino.