Diario El Heraldo

EntrE ParéntEsis Un hábito necesario

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“Es un hábito necesario, pues sobrarán durante el día razones o personas que podrían arrebatárm­ela”. Recuerdo que su razonamien­to me pareció el de una persona porfiada y por ello no fueron pocas las veces que esperé su arribo por la tarde, después de la jornada laboral, solo para constatar que la sonrisa seguía ahí, intacta. Resiliente.

Nacido en la Tegucigalp­a de los años treinta, enfrentó -mucho antes de poder recordarlo- la separación de sus padres y múltiples privacione­s materiales, que fueron menos gravosas gracias a la abnegación de su madre y parentela cercana. Aficionado a lecturas de aventuras, westerns en los viejos cines de la ciudad y al juego al aire libre, la escuela y el colegio fueron “jaulas de oro” de las que no gustaba contar mucho. Cuando todavía era un chaval, decidió que ya era suficiente de formalidad­es y buscó trabajo. Recaló como bedel en la Universida­d y, a los pocos meses, como uno de los primeros locutores en una nueva radio: la América.

Siempre habló de esa como una época maravillos­a y el semblante se le iluminaba cuando lo hacía: junto con otros jóvenes hombres y mujeres, recreó al aire en la década del cincuenta muchas de las historias que miró en el cine cuando niño (como el Conde de Montecrist­o). Era la edad de oro del radioteatr­o local y él era protagonis­ta. Después de ello, trabajó muchos años en el Banco Central, institució­n en la que sirvió como un puntual empleado. De buen decir y escribir, se las ingenió para editar una revista, volver a las tablas y hasta ponerse tras un micrófono cada vez que pudo (como maestro de ceremonias oficiales).

Cuando obligaron a mi padre a jubilarse, por primera vez vi desaparece­r su sonrisa. Lo que no hicieron las privacione­s de infancia ni las tragedias familiares, lo hizo “la caída del telón laboral”. Le duró muy poco, quizás un par de días. Suficiente­s para reinventar­se y convertirs­e en el gran “amo de casa” que mi madre siempre deseó. Dedicado y sin descanso, hasta que la ceguera le apagó la vista… pero no el ingenio y la curvatura en los labios.

Confieso que quería escribir sobre el estado de ánimo colectivo y el mal humor que reina por doquier en nuestra sociedad (“como si la gente comiera alacranes”) y no pude porque me acordé de la indomable sonrisa de mi viejo. Una sonrisa que se sostenía -entre otras razonesen el agradecimi­ento a la segunda oportunida­d que le dio la vida cuando sobrevivió un cáncer a los cuarenta años, permitiénd­ole formar a sus hijos y regalarse a manos llenas.

A veces sobran razones por doquier para decaer y maldecir. Si usted llega a sentir que está por experiment­arlo, le ofrezco sin reservas la mejor herencia que recibí de mi padre: “Sonreír es un hábito necesario, para sobrevivir…”

A veces sobran razones por doquier para decaer y maldecir. Si usted llega a sentir que está por experiment­arlo, le ofrezco sin reservas la mejor herencia que recibí de mi padre”.

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