Diario El Heraldo

Crímenes: La casa de las mujeres solas

Pregunta ¿Quién puede explicar mejor lo que es el amor de madre?

- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Visita Caminar por los largos corredores de la Penitencia­ría de Mujeres de Támara, Francisco Morazán, es una experienci­a extraña; algo difícil de explicar. Adentro se está como en otro mundo, un mundo lleno de mujeres de rostros inexpresiv­os, marcados por la tristeza y la ansiedad. Rostros en los que no aparece una esperanza y que sonríen con muecas forzadas. Mujeres de todas las edades se afanan entre los muros para no sentir el paso del tiempo, el que, por desgracia para la mayoría, pasa demasiado lento, soltando los días del calendario con la paciencia de la eternidad.

Las que ríen, ríen para espantar las penas, para escucharse a sí mismas y sentirse vivas; las que lloran, lloran para ahogar esas mismas penas que se vuelven más siniestras en la oscuridad, en las noches largas y solas… Las que se hacen las duras, no hacen más que engañarse a sí mismas… La cárcel lo destruye todo.

“En realidad, el castigo no es la cárcel – dice una de ellas, limpiándos­e una lágrima que acaba de asomar en sus ojos–, el castigo es lo que la cárcel te quita: la familia, los hijos, las esperanzas. No es la libertad la que se pierde entre estos muros, es el calor de los seres que se aman, son las risas de los hijos que ya no ves, son las lágrimas de los que te extrañan que ya no sentís, es la enorme soledad que se te mete en las venas como un virus maldito… Y no es la cárcel la que te hace arrepentir­te del mal, es la vergüenza que como lodo podrido tirás en la cara de tus hijos, de tus padres, de tu pareja… Eso es lo que te hace diferente, que te rehabilita, que te cambia, pero, para mí, como para la mayoría, ese cambio llega demasiado tarde, por más que vayamos a misa o a cultos, por más que leamos la Biblia o nos salgan cayos en las rodillas de tanto hablarle a Dios… Eso solo es una gota de agua para quitar la sed de un desierto… Eso es engaño…”.

Pasillo

Adentro está limpio, verdaderam­ente limpio. Los pasillos brillan, los corredores huelen a fresco y la grama esta verde; sopla un viento suave y helado y trae muchos recuerdos. Más allá, en los “hogares”, hay orden. Las camas están arregladas y algunas mujeres platican, sin escuchar realmente lo que se dicen. “Este es un cementerio de mujeres vivas – agrega la interna, suspirando–; todas estamos aquí por algo, cada quien paga un delito y nadie niega que cometió un error… Confesamos con más valentía que los hombres porque no queremos alargar las cosas. Sabemos que nadie nos tuvo compasión en la calle y que nadie nos va a tener lástima en la cárcel. Es mejor apurar las cosas, y esperar. Aquí no es tan duro como en la penitencia­ría de varones, nosotras no causamos problemas y las revoltosas son pocas, y aunque no lo parezca, nos ayudamos entre nosotras, aunque no deja de haber egoísmos, envidias y celos… Lo que nos molesta son los privilegio­s que hay para algunas. Mientras nosotros estamos a este lado de la malla, allá están otras como si fuera un hotel, y viven como si fueran princesas. Eso es lo injusto aquí. ¿Cuál es la diferencia entre una que se robó el dinero del Seguro Social y otra que fue a una barbería a cobrar ciento cincuenta lempiras de la extorsión, mandada por el marido drogadicto y asesino? ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué a una que lavó millones de lempiras duerme en una cama matrimonia­l, tiene televisor, perfumes finos, alhajas, ropa de marca y comida de restaurant­e, y por qué fulanita de tal, que llevaba veinte carrucos de marihuana en el balde de horchata que iba a vender al mercado duerme en un colchón tan delgado como una hoja de papel, se arropa con sábanas remedadas y come como si fuera damnificad­a? Se supone que todas somos iguales ante la ley pero eso es una mentira tan grande como el Picacho. Aquí es como en la calle: tanto tienes, tanto vales. Nada tienes, nada vales…”.

Lágrimas

La mujer hace una pausa, mira hacia adentro y suspira. Sobre nuestras cabezas, el viento mueve las hojas de los árboles y trae un delicioso aroma a pan recién hornado, pero más allá se escucha el llanto de un niño, el grito de una mujer y la llamada de advertenci­a de una policía penitencia­ria. Arriba, más arriba, el cielo está azul y varios zopilotes vuelan en círculos a lo lejos, libres, verdaderam­ente libres. Abajo, frente a mí, la mujer llora por dentro. “No culpo a nadie de mi desgracia –agrega–; yo cometí un error…” Se detiene de pronto. “No –dice, agitando la cabeza–, no fue un error. Yo sabía bien lo que hacía, y aunque no puedo justificar­me, merezco estar aquí… Pero, ¿qué podía hacer? Iba a mi trabajo cada mañana y regresaba al anochecer, y allí estaban mis hijos, dos niñas y un niño menores de diez años, a veces sin comer, sin bañarse y hasta sin beber agua… Y yo no soporté más aquella miseria. Entonces, lo hice… ¿Qué más podía hacer? Y empecé a prosperar…” Calla de nuevo, se mira las uñas y ya no se esfuerza por detener las lágrimas. “Me agarraron con dólares del narco… Yo era una de muchas… Llevaba nueve mil quinientos dólares a Costa Rica… Si llevaba diez mil era un delito, y aquel era el viaje número veinte, o treinta… no sé. Caí en la frontera… Pero no llevaba los diez mil y un policía me dijo que me dejaba ir si le ayudaba a detener a los jefes, a los que mandaban gente a diario con dinero para Panamá. Yo me negué y él me puso mil dólares más, falsos, y aquí estoy… Desde entonces, mis hijos volvieron a la pobreza y no los he vuelto a ver; mi mamá se los llevó para Becerra, Olancho, y están creciendo sin mí…”

La madre

“Mire a esa señora, la anciana de pelo blanco y vestido floreado… Siempre está sonriendo, como si fuera feliz entre estos muros… La condenaron a muchos años por parricidio… Mató a su propia hija con dos pastillas para curar frijoles… La muchacha estaba inválida, paralizada desde el cuello para abajo, un hombre la atropelló y no tuvo la suerte de morirse. Cuando salió del hospital, la llevaron a la casa de la mamá, el marido la abandonó y solo la viejita se preocupó por ella. Ella la bañaba, la cambiaba y la limpiaba cuando se hacía, le curaba las llagas que se le hicieron en la espalda por estar acostada tanto tiempo, le daba de comer en la boca y le limpiaba las lágrimas… Pero un día entendió que nadie más podría cuidar a su hija y que ella se quedaría sola en aquella cama cuando ella ya no estuviera, entonces lo pensó dos veces, tres, cuatro… y lo decidió. Le dio dos pastillas para curar frijoles y la mató. ¿Por qué? Porque ella no quería que su hija quedara abandonada en aquella cama cuando ella muriera… Para mí, ese fue un acto de justicia, de caridad; fue amor de madre. Para los fiscales la viejita es un monstruo y para los jueces es una bestia, una fiera que no es digna de la menor compasión… Y usted la va a ver así como la ve ahorita, sonriendo, con brillo en los ojos, dulce y agradable, aunque habla poco… Creo que es feliz y que si ha de darle cuentas a alguien ha de ser solo a Dios… Unas dicen que está loca. No, yo creo que está en paz consigo misma”. A unos veinte pasos, la anciana se arregla una trenza que le cae sobre un hombro, mira hacia el frente y nada opaca su frente. Más allá, una mujer enorme, piel trigueña y con más músculos que grasa, camina despacio, sin una expresión en su rostro de piedra.

Mujeres de todas las edades se afanan entre los muros para no sentir el paso del tiempo, el que, por desgracia para la mayoría, pasa demasiado lento, soltando los días del calendario con la paciencia de la eternidad”.

“Esa no es una mujer mala –dice la interna, siguiendo mi mirada–, pero es muy delicada… ¿Ve la mujer que va a su lado? Es su “esposa”. Aquí se forman parejas, más por convenienc­ia que por amor… ¿Ve la “chela” que está sentada en aquella banca? Es la “tora”. Aunque hay rivalidad a veces, ellas ponen orden aquí… Este es un infierno, aunque no veamos las llamas… Y a veces se necesita de alguien fuerte que nos proteja, que nos ayude… ¿Entiende?” “No muy bien”.

Amores

“La cárcel está hecha de soledad –añade la mujer–, de tristezas, de culpas y de arrepentim­ientos; aquí se marchitan las esperanzas y el mismo tiempo se convierte en enemigo mortal. Aquí hace falta cariño, calor, amistad, solidarida­d, palabras de ánimo… Aquí hace falta amor… amor carnal…” No hay expresión en su rostro y su mirada está llena de vergüenza. “Aquí hace falta sentirse querida –sigue diciendo–, y uno encuentra eso en otra compañera igual de necesitada que una… Y entonces, se arman las parejas, aunque las autoridade­s lo prohíben y lo castigan, pero eso no es problema… Todas sabemos manejar secretos…”.

Permiso

La mujer, una mujer joven aunque marcada por las penas, se acercó a nosotros a una señal de la interna. Después de hablar de cosas vanas, dijo, con la mirada perdida: “Voy a salir de aquí en cinco años, poco más o menos, pero no sé a qué voy a ir a la calle… Mis niños se quedaron con mi papá y con dos de mis hermanas, y están creciendo con una gran tristeza en el alma… Mi mamá murió y me negaron el permiso para ir a la vela… Me lo negaron porque andaban los Policías Militares revueltos por todos lados, se les escaparon varios paisas de la PN y la agarraron con todos, incluidas nosotras… Aunque agarraron a los chavos, se pusieron duros con nosotras, como si tuvimos algo que ver en eso… Entonces, no pude ver a mi mamá por última vez… A veces creo que yo solo a ella le importaba, que solo ella sufría por mí… Dicen que mi hija está embarazada, mi hija mayor, y solo tiene catorce años… Esto es lo que yo conseguí por no pensar dos veces lo que hacía…” “¿Qué fue lo que hizo? Si se puede saber”. “Estafé a un banco…” La mujer sonríe, pero es una mueca triste, de arrepentim­iento. “¿Estafó a un banco?” “Sí… Es fácil… pero el problema es que siempre lo agarran a uno…” “¿Fue grande la estafa?” “Varios millones… y de eso, no tengo ni un centavo… Todo lo gasté con ese maldito que ha de estar en algún lugar de Nicaragua burlándose de mí… Y yo hasta dejé a mi esposo, destruí mi hogar, abandoné a mis hijos y apuré la muerte de mi madre…”.

Saludo

En ese momento aparece Claudia, siempre delgada, más pálida que blanca, con sus ojos grandes y hermosos viéndolo todo con malicia. “¡Ajá, Carmilla Wyler! –grita–. ¿Y ahora no va a escribir sobre mí? Usted no escribió toda mi historia…” La saludo con un beso, ella no saca las manos de las bolsas del suéter y no deja de sonreír. Una de las guardias la retira con un gesto. “¡Vaya, vaya! La entrevista no es con vos… Esperá tu turno”. Pero no voy a hablar con ella, aunque su historia está inconclusa. “Trató de matar a varias ancianas por odio a su madre –me dijo uno de los detectives de homicidios, hace mucho tiempo–, y sufre alucinacio­nes… Ahora vive para Dios…”.

Despedida

Hay tanto que ver en la cárcel de mujeres que una sola visita no basta. Son muchas historias unidas por la culpa, la tristeza y la desesperac­ión. Es la casa de las mujeres solas, de las mujeres tristes; una casa llena de historias… La guardia que me acompaña abre el portón y me dice: “¿No va a ir a visitar a doña Cleo?” Se refiere a Alma Cleotilde Grand Pérez, “La bruja Cleo”. “No –le contesto–, esta vez no…” “Ella sabe que usted está aquí… dice que se lo dijeron los espíritus”

¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué una que lavó millones de lempiras duerme en una cama matrimonia­l, tiene televisor, perfumes finos, alhajas, ropa de marca y comida de restaurant­e, y por qué fulanita de tal, que llevaba veinte carrucos de marihuana en el balde de horchata que iba a vender al mercado duerme en un colchón tan delgado como una hoja de papel, se arropa con sábanas remedadas y come como si fuera damnificad­a?”

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