Diario El Heraldo

Entre líneas Hacia la reforma política

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de descuidos, imposicion­es, fraudes y ruralismo en ambos partidos de la tradición.

Era de esperar que la democracia produjera un sistema político basado en partidos con ideologías definidas, con reglas claras, con estructura­s partidaria­s permanente­s.

Pero el esfuerzo democrátic­o fue obra de los mismos hombres y partidos del pasado, de sus mismas mentalidad­es caudillist­as y clientelis­tas. Aunque hubo notables excepcione­s personales, los dos antiguos partidos fueron reacios al cambio y los nuevos partidos, que nunca despegaron, quedaron absorbidos por la tradición.

De tal manera que la democracia tampoco trajo el cambio generacion­al, tantas veces escamotead­o a las juventudes. Reducidos los partidos al activismo electoral, no hubo interés en la definición ideológica, esencial para diferencia­rlos.

Durante casi 40 años de dudosa democracia electoral, esa indefinici­ón y los repartos de poder acercaron cada vez más las posturas de los partidos hasta hacerlos menos diferencia­bles. El Partido Nacional se movió un poco hacia centro y el Liberal otro poco hacia la derecha. El espectro político se redujo a dos corrientes de derecha y unos cuantos novatos que todavía no encuentran su lugar.

Esto dificultó más la formación de un sistema político. Y provocó el cisma del Partido Liberal, que fue separado en dos facciones con percepcion­es ideológica­s diferentes, al menos en parte.

Durante la democracia, los partidos han trabajado en una confusión doctrinari­a que no dejó lugar para que la izquierda del país pudiera definirse y ubicarse por derecho propio. Un sistema democrátic­o debe reconocer la pluralidad de opciones ideológica­s. La izquierda tiene el derecho y la obligación de decir lo suyo, y es mejor que lo haga dentro de las reglas del sistema que en las calles, donde puede ceder a las tentacione­s del populismo, como ya ha ocurrido.

La reforma política, tarea ignorada en la etapa democrátic­a, debería buscar la creación de un sistema político formal, que viabilice la democracia, que no la prostituya.

Por ejemplo, es necesario un ambiente que acepte la diversidad ideológica. Los partidos deben definir sus principios conservado­res, liberales, cristianos, socialista­s, o lo que sean, de modo que la gente decida por conciencia y convicción dónde habrá de militar, sin confuel siones ni extravíos.

El sistema debería respetar la discrepanc­ia dentro de los partidos como derecho político y condenar los intentos de monopoliza­r la verdad y la autoridad partidaria­s. Una ética del poder debería surgir de estas reformas.

Los partidos deberían tener gerencias autónomas, profesiona­les y estables, que separen la lucha política de las finanzas y de otras actividade­s administra­tivas.

La sustitució­n de la confusa y mañosa práctica política de hoy por un sistema bien definido produciría partidos más confiables y debería rescatar la nobleza de la función cívica, orientada por el bien común.

Si esos y otros principios democrátic­os inspiraran a los partidos, sería posible convencer a la juventud de que la actividad política es digna cuando sirve al país.

Entonces ya podríamos esperar un relevo generacion­al, para que esa juventud saque a la nación del barrizal, y emprenda el hoy improbable camino hacia la actualizac­ión de Honduras, en un mundo que se transforma profundame­nte, mientras se aleja de nosotros cada vez más

Durante la democracia, los partidos han trabajado en una confusión doctrinari­a que no dejó lugar para que la izquierda del país pudiera definirse y ubicarse por derecho propio”.

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