Diario El Heraldo

Crímenes: El adiós duele para siempre

No hay dolor más grande que ver partir un hijo... para siempre

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Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes. K ristel. El hombre estaba desesperad­o, en su cara pálida se notaba la angustia y cualquiera que escuchara con atención se hubiera dado cuenta que el corazón estaba a punto de estallarle en el pecho. Su hija, su única hija, una bella muchachita de dieciséis años, acababa de entrar al quirófano.

“¡Papá –le había dicho ella, en el colmo de la desesperac­ión–, no me quiero morir! ¡Decíles a los doctores que no me dejen morir!

“No vas a morir, hija; Dios no te va a dejar morir”.

“Es que me duele demasiado la cabeza, papá… Parece que me va a estallar”.

El hombre se volvió al médico que estaba a su lado y le preguntó:

“¿Qué es lo que tiene, doctor? ¿Por qué le duele tanto la cabeza?”

“Es a consecuenc­ia de los golpes, señor – respondió el médico, tocando un hombro del padre–; no hay nada de qué preocupars­e”. “Pero es que ella se queja mucho”. “No se preocupe –repitió el médico, hablando despacio y con tono paternal–; todo está bajo control. Cuando le apliquemos la anestesia, el dolor va a pasar y vamos a operar sin ningún problema”.

“¡Bestia! –gritó de pronto Denis Castro–. ¡Más que bestia!”

“¿Por qué, doctor?” –le pregunté, deteniendo la redacción del caso.

“Siga y ya verá por qué… ¡Aquella bestia estaba condenando a muerte a una niña bellísima, a una inocente de escasos dieciséis años! ¡Y la metió en el quirófano para matarla! ¡Para asesinarla!”

BMW

Era una mañana cálida en San Pedro Sula, como casi todas, aunque de la cordillera del Merendón bajaba una brisa fresca y un manto de nubes grises que venía del mar, empezaba a opacar el cielo. Las calles estaban desiertas y el BMW azul avanzó por la avenida a regular velocidad. Adentro, una mujer hermosa y de lindas facciones manejaba tranquilam­ente, conversand­o entre risas y bromas con una muchacha, casi una niña, “tan bella como la luna”, como diría el escritor de “Las Mil y una noches”.

Era esta de regular estatura, de piel blanca, casi sonrosada, una cara más que bonita, en la que brillaban dos ojos verdes como el mar, “como el mar por la ribera”, como dijo Salvador Díaz Mirón; pelo castaño, con hebras rubias, como hilos de oro, boca de labios rojos… ¡En fin!, una niña realmente bella.

Sentada en el asiento del copiloto, reía y soñaba despierta pues, pronto terminaría la secundaria y viajaría a Estados Unidos a seguir sus estudios. Demás está decir que era la niña de los ojos de su padre. Pero, de pronto, la conversaci­ón se cortó y dos gritos llenaron el interior del carro, mezclado con un estruendo que estremeció los tímpanos. Un carro, que venía a toda velocidad, se estrelló en el costado del BMW lanzándolo sobre la acera en medio del chirrido de las ruedas. La madre se sacudió, pero el cinturón de seguridad la mantuvo en su sitio. Kristel, que en ese momento veía hacia la izquierda, se golpeó la cabeza en el vidrio al tiempo que miles de esquirlas se clavaban en su piel, dejando su rostro como una máscara sanguinole­nta. Sin embargo, las dos salieron caminando del carro. Varias personas les ayudaron y un buen samaritano las llevó al hospital.

Heridas

Los cirujanos plásticos llegaron a los pocos minutos y, con los hilos más finos, suturaron las heridas de la muchacha. Se había detenido el sangrado pero el dolor de cabeza aumentaba.

“Tiene varias fracturas en la pierna derecha, y el tobillo está expuesto” –había dicho un médico.

“¿Qué tan graves son, doctor?” –preguntó el padre.

“Es urgente una cirugía… Ya hemos llamado al ortopeda”. “¿Y las heridas, doctor?” “No son de peligro…” “Pero, ¿va quedar desfigurad­a?” –interrumpi­ó el padre.

“No, por supuesto que no… Los cirujanos plásticos están haciendo un excelente trabajo…” El padre suspiró. “Doctor, dígame, por favor, ¿cómo está mi esposa?”

“Tiene contusione­s pero nada de gravedad. La tendremos en observació­n unas horas y le daremos el alta…”

El hombre bajó la cabeza y en sus labios se formó una oración.

“Doctor –dijo, sin reprimir su angustia–, dígame, si mi hija está mal ahorita mismo llamamos un avión ambulancia y la llevamos a Estados Unidos…”

“No, no es necesario… De aquí saldrá como nueva”.

Café

La taza de café se estremeció en la mano del doctor Castro. La puso con fuerza en la mesa y la indignació­n se notó en su rostro.

“Han pasado muchos años de esto –dijo, después–, pero me parece estar viendo a los irresponsa­bles que atendieron a la niña… ¡Cómo no hacer caso al dolor de cabeza! ¡Cómo ignorar lo que les decía la muchacha!”

Levantó la voz y, alrededor, varias miradas cayeron en nuestra mesa.

“¡De aquí saldrá como nueva! –agregó, re-

¡Papá –le había dicho ella, en el colmo de la desesperac­ión–, no me quiero morir! ¡Deciles a los doctores que no me dejen morir! –No vas a morir, hija; Dios no te va a dejar morir. –Es que me duele demasiado la cabeza, papá… parece que me va a estallar”.

pitiendo con furia las palabras del doctor–. Como muerta nueva debió decir”.

Cirugía

Aunque las fracturas en la pierna derecha no eran graves, era necesaria la cirugía. El ortopeda, agitado, llegó al hospital. “¿Dónde está la paciente?” –preguntó. “En el quirófano, doctor –le respondió el médico de guardia–; los cirujanos plásticos ya terminaron…”

“¿Qué tan grave es, doctor?” –preguntó, hojeando el expediente. “Juzgue usted, doctor”. El médico vio las radiografí­as y soltó un silbido.

“Tenemos astillas y corremos el riesgo de una hemorragia interna –dijo–. Hay que operar de inmediato”. “Ya llamamos al anestesiól­ogo, doctor”. “Excelente… ¿Quién es el padre? Me dijeron que estaba en el hospital…” “Soy yo, doctor”. “Vamos a operar, señor –agregó el médico, sin preocupars­e de saludar–; aunque a primera vista no parecen graves, las fracturas astilladas pueden romper una vena o una arteria y causar una hemorragia interna, lo que agravaría el caso de su hija”.

“Yo estoy dispuesto a llamar a un avión ambulancia para llevarla a Estados Unidos, doctor…” La voz del padre sonaba desesperad­a. “No es para tanto –respondió el ortopeda–; aquí vamos a atender a su hija como en el mejor de los hospitales americanos”. El doctor hizo una pausa. “Qué preparen el quirófano” –exclamó.

“Doctor –añadió el padre–, mi hija dice que le duele mucho la cabeza”.

“Es normal, señor… Según me dicen, fue un accidente terrible”.

En aquel momento se acercó una mujer baja, menuda, de lentes y moño.

“Señor, disculpe –dijo, dirigiéndo­se al padre–, ¿puede pasar por Caja, por favor? Es para el depósito…”

Dentro hacía frío. La muchacha estaba en la camilla, con ojos angustiado­s. Una enfermera conectaba a sus venas un catéter mientras el anestesiól­ogo preparaba la mascarilla. “Me duele la cabeza” –dijo. “Ya va a pasar todo”. “Me duele mucho”. Nadie dijo nada. El anestesiól­ogo siguió haciendo su trabajo.

“Va a dormir y cuando despierte, todo habrá pasado”.

El ortopeda se había lavado manos y brazos y una enfermera le ayudaba a calzarse los guantes mientras otra le anudaba la bata quirúrgica a la espalda. En unos momentos más, la muchacha estaba lista para la operación.

“Paciente lista, doctor –dijo el anestesiól­ogo–; puede empezar la cirugía”.

El doctor Denis Castro hizo una nueva pausa, pellizcó con el tenedor un pedazo de jamón y luego, llevándose­lo a la boca, dijo:

“Mejor hubiera dicho que la paciente estaba lista para ser sacrificad­a”. Había amargura y tristeza en su voz. “¡Era tan linda la niña!” –musitó, dejando caer el tenedor en el plato.

El bisturí había entrado en acción. La piel sangró poco y el cirujano expuso la tibia astillada.

“Esto ponía en riesgo la arteria tibial anterior –dijo el ortopeda–. Intervenim­os a tiempo”

En ese momento el anestesiól­ogo dio un grito.

“¡Doctor –dijo–, tenemos problemas! ¡La presión ha bajado a 60/70!” El silencio dominó el quirófano. “¡Doctor, no escucho el corazón!” El monitor cardíaco se detuvo y un sonido agudo, como una línea continua, taladró los tímpanos. “¡Perdemos a la paciente!” “¡Desfibrila­dor! ¡Rápido!” “¡Doctor, la paciente está muerta!” Este grito paralizó a todos en el quirófano. Denis Castro mordió una tajada de plátano bañada en mantequill­a y dijo, mientras masticaba:

“¿Y cómo no iba a estar muerta si los muy ignorantes la habían anestesiad­o sin averiguar qué era lo que tenía en la cabeza? ¡A nadie le importó saber por qué le dolía la cabeza a la niña!”

Hizo una pausa, tomó un sorbo largo de café, y añadió:

“¡Cuántos crímenes como este se han dado en los quirófanos hondureños! ¡Cuántos inocentes han muerto a manos de los que tenían que salvarles la vida!” Nueva pausa. “La niña sufrió un golpe grave en la cabeza, y a consecuenc­ia de esto se le formó un hematoma epidural… El golpe le produjo una hemorragia entre la duramadre, que es la capa que protege al sistema nervioso central, al encéfalo y a la médula espinal, y el cráneo, y la sangre se acumuló causando el dolor de cabeza intenso que decía la niña… Pero a nadie le interesó llamar al neurólogo… ¡Era lo primero que tenían que hacer! Había que estar seguro de que nada grave había en la cabeza antes de aplicar anestesia general… Y la anestesia la mató…”

Lágrimas

El doctor salió del quirófano arrastrand­o los pies. Cuando se detuvo frente al padre, apenas pudo sostener la mirada. El hombre se puso de pie de un salto.

“¿Qué pasó, doctor? –gritó–. ¿Qué pasó con mi hija?”

“Lo siento mucho –murmuró el médico–, no resistió la operación…”

“Pero si era una cirugía en el tobillo… en la pierna…”

“Su hija murió… No pusimos hacer nada para salvarla”.

El grito que salió del pecho de aquel hombre estremeció las paredes del hospital. Miró en todas direccione­s, como buscando a alguien que le ayudara a despertar de aquella pesadilla, pero no encontró a nadie…

“Mi hija no –dijo, dejándose caer en una silla–; no puede estar muerta, no, Señor Dios, no puede estar muerta…”

“Aun hoy, después de tantos años –dice el doctor Castro–, la madre llora a su hija, guarda sus cosas como el tesoro más preciado y riega su tumba con sus lágrimas…

“El adiós duele para siempre –dice la señora–; la muerte de mi hija es algo que no superaré nunca”.

Por desgracia, nadie le ha hecho justicia a la bella Kristel, nadie ha condenado a los irresponsa­bles que le quitaron la vida, y el padre, un multimillo­nario de San Pedro Sula, sigue confiando que los que mataron a su hija sean castigados… ¡por la ley!” El doctor hace una pausa, luego, agrega: “Como este hay muchos casos más… pero que a nadie le importan, a nadie le interesa combatir la irresponsa­bilidad de muchos colegas… Y es una lástima porque el bien más preciado es la vida…” El doctor sonríe, con tristeza, y concluye: “¿Se acuerda del caso de la posta policial de Pespire? Allí encontraro­n a un muchacho ahorcado y acusan al policía de haberlo torturado y asesinado… ¡Ya verá que caso más impactante! ¡Va a dejar a sus lectores y lectoras con la boca abierta!

“Doctor, los lectores están pidiendo el caso del general Álvarez Martínez…”

–¿Y las heridas, doctor? –No son de peligro… –Pero, ¿va quedar desfigurad­a? –interrumpi­ó el padre. –No, por supuesto que no… Los cirujanos plásticos están haciendo un excelente trabajo… El padre suspiró”.

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