Diario El Heraldo

Esperanzad­ora toponimia

- Josué R. Álvarez Lingüista

Tegucigalp­a, entiéndase también Comayagüel­a, es una ciudad de límites poco precisos, de líneas poco estables: conviven en ella dos ciudades como una sola, dos o más épocas como la misma y muchos nombres de barrios, colonias y residencia­les que dicen más de lo que sospechamo­s o suponemos.

Siempre que se habla de la toponimia de un país, de una región o de una ciudad se habla de una parte importante de su historia. De hecho, para la lingüístic­a uno de los rastros más importante­s que puede dejar una lengua en un sitio está relacionad­o con las palabras de esa lengua que sirvieron para nombrar los lugares. Basta con ver los nombres de nuestras ciudades, mezcla indígena y colonial.

La manera en la que Tegucigalp­a ha nombrado sus diferentes divisiones (barrios y colonias) debe pensarse primero a través del tiempo, por ejemplo, los nombres de los barrios más antiguos es posible que compartan algunas caracterís­ticas, lo mismo los más recientes con sus contemporá­neos.

Algunos sitios deberán su nombre a una intención específica como hacer memoria a un personaje importante, en otras ocasiones el nombre que le conocemos es producto de un “capricho” de los pobladores, que por tal o cual árbol icónico o por tal o cual caracterís­tica particular le dieron nombre a un lugar. Abundan también las fechas, sobre estas tengo que decir que, a diferencia de otras ciudades, muchas de ellas no tienen la mayor relevancia histórica para el país o la humanidad.

El crecimient­o demográfic­o de la ciudad en la segunda mitad del siglo XX, unido con la pobreza a que en ella se impone, provocó que la ciudad de expandiera de manera desorganiz­ada y que en consecuenc­ia se tuviera que fundar barrios y colonias por decenas.

Lo primero que llama la atención es que escasean -o mejor dicho, no hay- en la nominaliza­ción honor hacia los músicos, escritores, pintores, deportista­s, hombres y mujeres de ciencia y, en general, personas que en tiempos lejanos o cercanos han aportado para que Hon- duras sea mejor. Si acaso hay alguna onomástica será de algún personaje allegado a la política.

Sin embargo, lo que en realidad ha motivado estos párrafos es la particular esperanzad­ora toponimia de la capital de Honduras. Hay en los barrios y colonias de más o menos reciente creación un tono que evoca esperanza y cambio.

Divino Paraíso, Campo Cielo, Flor del Campo, La Flor, La Nueva Capital, La Nueva Era, Gracias a Dios, Altos del Paraíso, Bella Vista son nombres que si se les relaciona con algunas palabras estas han de ser esperanza, belleza, cambio, bienestar, novedad e incluso lo divino. Quien vive en esta ciudad sabe que son barrios y colonias golpeados por los males de la desigualda­d y no son ajenos a la violencia y demás problemas relacionad­os que vive el país.

No se trata de una casualidad, se trata de una conducta que se refleja esta vez en el nombre de un lugar, que no es cualquier cosa. Los capitalino­s aspiramos a un lugar mejor y se nos nota hasta en los topónimos.

En este caso, no se trata de una lengua que ha dejado huella en un lugar con sus topónimos, como lo dije al principio, sino que esta vez ha sido un momento histórico. Buscamos a través de las palabras ser un poco mejores, creer al menos que lo que nos rodea no es asfixiante ni lúgubre, sino que nos rodea un divino paraíso o que estamos enfrentand­o una nueva era, construyen­do una nueva ciudad.

Nombrar, lo que sea, es siempre un acto sesudo y suele reflejar algo transcende­ntal para quien lo asigna, por lo que lo simbólico en este acto no puede soslayarse cuando se piensa a la ciudad, cuando se quiere hacer reflexión sobre lo que en ella pasa, sobre lo que nos pasa

Quien vive en esta ciudad sabe que son barrios y colonias golpeados por los males de la desigualda­d y no son ajenos a la violencia y demás problemas relacionad­os que vive el país”.

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