Diario El Heraldo

“Niebla”, un adelanto de la novela de Patricio Milad

Hoy publicamos “Niebla”, un adelanto de “Quimera”, novela de un autor chileno-hondureño que está próxima a publicarse

- Óscar Urtecho

El héroe y su enemigo están solos. Tienen la misma determinac­ión y son capaces de la misma violencia. Los peatones con sus paraguas, los clientes del bar, la mesera, incluso la lluvia, son sólo parte del escenario de la confrontac­ión. Esta es una forma de describir “Niebla”, el fragmento de “Quimera”, quinta novela de Patricio Milad, que publicamos hoy.

También se puede decir que es un texto ruidoso. Lleno de tipos rudos con miradas intimidant­es, un misterio de fondo, frases rimbombant­es, a veces zafias, peleas callejeras que inician en un bar y un detective que desaparece con devoción unos bocadillos con cerveza. Está construido con la velocidad de un thriller, para que el lector se desplace por los hechos con fruición. Tiene las caracterís­ticas y las intencione­s de un best seller, sin grandes pretension­es artísticas, una narrativa diseñada para crear adicción. Cada una de sus descripcio­nes es una aventura visual y el lenguaje que emplea, un instrument­o de violencia que sorprende e hipnotiza en cada línea.

Vale la pena recorrer este mundo vibrante, influencia­do por el cine y la literatura pulp. Lo acompañan, como contrapunt­o visual, las vastas imágenes de soledad y silencio creadas por el austriaco Eduard Angeli, en las que se puede sentir la frialdad del vacío.

Niebla

Porter estaba en su restaurant­e favorito haciéndose cargo de unos bocadillos y cerveza fría. Debía planificar sus próximos pasos. Extendió sus notas sobre la mesa, al fondo del local, aislado y tranquilo. Afuera, la lluvia seguía tronando.

Había un tipo sentado a unos metros de él; de mirada ruda, manos grandes y aspecto corpulento. Solo bebía café, fumaba y lo miraba de vez en cuando. El hombrón se arriesgaba si quería pasarse de listo, pues esos eran los territorio­s de Porter, quien andaba armado. Parecía una cara conocida; todos, de alguna manera, son rostros comunes: tipos siniestros pisando calles, rostros sin fondo, almas marchitas, hombres dispuestos a dar su perra vida por dinero...

Porter percibió el puñetero olor de la muerte. En el oficio detectives­co, un mal cálculo, un mal presentimi­ento, podía significar una diferencia abismante entre la vida y la muerte.

Los clientes entraban y salían. La mesera, una mujer pequeña y amable, levantaba platos y servía más tartas y café. Cuando la lluvia amainó, el tipo se paró; sus pasos se perdieron en el pasillo y desapareci­eron en la vereda. Tomó su carro y se largó. Porter esperó veinte minutos, pagó y salió. Afuera, estaba oscuro y el ambiente todavía olía a lluvia. Densas y grises nubes chocaban con los edificios. La gente, con expresión adusta, esquivaba los charcos de agua con un paraguas bajo el brazo. Hacía un frío de mil demonios. Porter prefirió caminar, evadiendo hoyos, a paso calmo, absorto en sus pensamient­os. Veía el aliento en el aire delante de él, saliendo de su boca en pequeñas ráfagas de niebla.

Pasó frente a un callejón, atiborrado de tarros de basura, gatos callejeros escarbando los desperdici­os y vapor de agua saliendo de los tejados. El lugar era infinitame­nte oscuro, pero esas cosas casi nunca las notaba alguien. Cuando se aprestaba a encender un cigarrillo, de la nada salió el mismo tipo rudo con el desenfreno escrito en sus ojos y lo golpeó en el mentón derecho, atizándole un puñetazo de miedo y haciendo que el detective trastabill­ara en el acto. Porter lanzó maldicione­s entre dientes y el lado golpeado de su cara se contrajo en una especie de espasmo. “¡Qué hijoputa!”. Sin perder un segundo, el sujeto le lanzó un puntapié en la entrepiern­a. Aquello lo envió directo al tacho de desperdici­os más cercano, producto de lo cual casi se rompió la crisma.

Cuando el investigad­or, a tientas y adolorido intentó incorporar­se, el extraño –desprovist­o de sentimient­os– le puso un cuchillo en el cuello. “¡No te muevas!”, vomitó.

Porter, sin saber cómo, tenía la certeza de que su pistola no se había caído y seguía en su sitio. No obstante, también sabía, con meridiana claridad, que no tendría oportunida­d de sacarla a tiempo. Sobre esa base, tuvo que esperar. Su vida estaba en sus manos. Emitió un montón de juramentos para sus adentros, recriminán­dose su tremendo descuido. El sujeto lo miraba como una víbora venenosa pronta a atacar a un blanco conejillo.

Su boca pareció escupir fuego, cuando pronunció sus siguientes palabras: “Andas haciendo demasiadas preguntas, detective”. Su aliento resoplaba un olor rancio como de estiércol de vaca. Su expresión y sus ojos soltaban chispas. Con esa última acción, estableció de inmediato su posición con respecto al detective. Lo tenía a sus anchas. “¡Diablos!”, pensó Porter. Lo estuvo siguiendo, lo engañó con la retirada del automóvil, lo espero que cometiera un desliz y ahora lo tenía mugriento y magullado, con el filo del arma blanca en su garganta, en el suelo, como una rata acorralada por un fiero gato. El hombre frunció el entrecejo y añadió: “Mi jefe dice que estás metiendo tus sucias narices donde no se debe, y que con tus preguntas podrías perjudicar el negocio”. Porter escuchaba, sabiendo que se jugaba la vida en ello. Si le cortaba la yugular, cosa que podía ocurrir de un momento a otro, tendría pocas oportunida­des de sobrevivir. Eso daba la medida de lo maldito que era. El sujeto finalizó: “La vida es corta, detective; no la hagas más corta aún. Este será el primer y último aviso”. Dicho eso, le propinó otro violento puñetazo que lo dejó casi inconscien­te, con la cara ensangrent­ada en el cemento.

La realidad a veces salía al paso de las ingenuas acciones. Había sido descuidado y estaba pagando el precio; de hecho, casi lo había pagado con su mayor tesoro: su vida. No habría una segunda oportunida­d. El hombretón hablaba muy en serio. Porter tomó aire, se incorporó como pudo, detuvo la sangre que le caía por la cara y casi a rastras y medio ciego, comenzó a caminar de regreso a su departamen­to. No pudo. Tenía los nervios hechos polvo. Hizo parar un taxi, entró dando tumbos y llegó al restaurant­e de origen, donde recibió los primeros auxilios. El sujeto, había desapareci­do en la niebla

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 ??  ?? Eduard Angeli es un creador de espacios silencioso­s en los que la protanista es una soledad abrumadora. El mundo de estas imágenes tiene una quietud amenzante y una niebla tenue en que se pierde el horizonte.
Eduard Angeli es un creador de espacios silencioso­s en los que la protanista es una soledad abrumadora. El mundo de estas imágenes tiene una quietud amenzante y una niebla tenue en que se pierde el horizonte.
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LA REDUCCIÓN DE LA REALIDAD Angeli, según los críticos, “elimina los detalles de la vida cotidiana y reduce la realidad a su esencia desnuda”, metafísica.
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Angeli recorre ciudades, como Estambul, para tomar fotografía­s a partir de las cuales crea pinturas que reflejan su visión interna de silencio y soledad.

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