El BCH y la pasión por las galletas
‘El poder de la voluntad es tratar de no hacer algo que verdaderamente quieres hacer’, dijo Frogg. / ‘Quieres decir tratar de NO comernos todas estas galletas’, preguntó Toad. / ‘Correcto’, dijo Frogg, y puso las galletas en una caja. ‘Ya está, ahora no comeremos más galletas’. / ‘Pero podemos abrir la caja’, replicó Toad. / ‘Cierto’, dijo Frogg, que ató la caja con una cuerda, tomó una escalera y puso la caja en un lugar elevado. ‘Bueno, ahora ya no comeremos más galletas’. / ‘Pero podemos subir por la escalera’, insistió Toad”.
Alex Cukierman, Steven Webb y Biiin Neyapti, especialistas en banca central y política monetaria, escribieron hace años la obra ya clásica “Medición de la independencia de la banca central y sus efectos en las políticas económicas”. No en broma iniciaron su libro con ese diálogo de Frogg y Toad (Sapo y Sepo), los famosos personajes de la literatura infantil creados por Arnold Lobel.
Porque si los bancos centrales existen todavía es para conservar con enérgico celo esa galleta tan apetecida por gobiernos y políticos, llamada déficit fiscal, el grifo de la inflación de los precios, el balance prudente entre el crecimiento posible y la catástrofe que castiga el alegre despilfarro del gasto público. Todos los gobiernos –escoja usted partidos, ideologías o colores; escoja cualquier país del mundo-, todos quieren comerse las galletas, con diversas intenciones –programa de gobierno, desarrollo, gasto social, corrupción, emergencias, muros para atajar migrantes, usted diga.
Pero el déficit fiscal y la política monetaria están además ligados al costo del dólar, a la balanza comercial, a la deuda externa, a las tasas de interés y a otras espinas. Las políticas de la banca central buscan un sano desempeño de estas variables, sostenible, preventivo y curativo, sin obstaculizar las funciones políticas del gobierno. Entre el banco central y el ministerio de finanzas debe haber siempre discrepancias constructivas, a pesar de inevitables presiones y tensiones.
Los bancos centrales no ordenan ni prohíben a los go- biernos, pero sí deben tener la autoridad legal para implantar sus políticas. Para rol tan complicado, es necesaria una legislación apropiada que promueva políticas claras y oportunas.
Durante los primeros 21 años del Banco Central de Honduras (BCH) así marcharon las cosas. Pero durante varios años y gobiernos, el BCH ha perdido margen de maniobra. Dos factores han influido.
La ley originaria del BCH, de 1950, establecía un período de siete años para el presidente y el vicepresidente, de manera que no coincidiera con los períodos de gobierno, entonces de seis años. El presidente Suazo decidió después que ningún funcionario público estaría en su cargo más que cuatro años, el nuevo período de gobierno. Ocurrió así lo que ya se había logrado evitar: que el BCH fuera parte del botín político partidario.
La misma ley integraba el Directorio del BCH con su presidente, con el secretario de Hacienda, con el presidente del Banco de Fomento (hoy Banadesa), con un representante de la banca privada (Ahiba) y otro de las fuerzas vivas (hoy Cohep). Pero las reformas de los años 90, empujadas por el Banco Mundial, integraron el Directorio del BCH con nombramientos del ejecutivo, sin presencia del sector privado.
Estos debieran ser temas para los partidos, para el Ejecutivo y el Legislativo. El esfuerzo no debiera limitarse a la protesta en el caso de algún nombramiento inapropiado. No hubo protestas durante los casi 50 años en que el BCH ha sido apartado de su curso original. Tampoco se trata de recuperar algunas funciones, o de fortalecer su autonomía. Para mejor encauzar la economía nacional, es imperativo dotar al BCH de independencia con rango constitucional
Los bancos centrales no ordenan ni prohíben a los gobiernos, pero sí deben tener la autoridad legal para implantar sus políticas”.