Diario El Heraldo

Grandes crímenes: Una razón sin razón (primera parte)

Versículo Padres, no hostiguéis a vuestros hijos, sino criadlos en el amor de Dios…

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(Primera parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Una lezna es una herramient­a usada, mayormente, por los zapateros para punzonar, o sea, hacer orificios en las suelas o en el cuero o material con el que trabajan. Consiste en un pedazo de hierro o acero delgado con mango de madera o plástico y que termina en una punta muy fina, muchas veces, con una ranura o hueco por donde pasa el hilo. Las hay de diferentes tamaños y grosor, y, por supuesto, con ellas no solo se pueden costurar zapatos, también se puede picar hielo y hasta matar. Ese fue el caso de Jacinto, un muchacho humilde que se vino de Manto, Olancho, a probar suerte en la capital.

Caminaba, una mañana fresca de martes cerca del Instituto San Miguel, cuando cayó de repente al suelo, “como convulsion­ando”, según dijo un testigo, sin embargo, pronto se dieron cuenta que sangraba por la espalda, un poco abajo del omóplato izquierdo.

No era una hemorragia en el estricto sentido de la palabra, pero un círculo de sangre se formaba debajo de su camisa, en la que uno de los testigos “creyó ver un hoyito”.

Por desgracia, nadie pudo ayudar a Jacinto. En medio de sus “convulsion­es” trataba de decir algo, sin embargo, la sangre se iba acumulando en su garganta y empezaba a salir por su boca en un hilo ocre y espumoso, ahogando sus palabras. Nadie entendió lo que dijo y, cinco minutos después de caer al suelo, dos hombres lo subieron a la paila de un carro para llevarlo al Hospital Escuela, pero Jacinto llegó muerto, con la boca y los ojos abiertos, en los que se notaba su angustia mezclada con un indecible terror. Cuando llegó la Policía al Hospital, lo encontraro­n cubierto con un mantel que algún buen samaritano puso piadosamen­te sobre su cuerpo.

“Este hombre no murió de muerte natural -dijo un oficial de Policía, con la seguridad del que todo lo sabe-, viendo con ojos de criminólog­o experto la sangre que manchaba su camisa y la que había salido de su boca y que formaba un lago espumoso bajo su rostro-; a este hombre lo mataron” -agregó.

Lo mismo le dijo al forense cuando llevaron el cuerpo a la morgue.

“Y lo mataron con un punzón” -dijo el médico, agregando su opinión a la del oficial. “¿Por qué lo dice?” -preguntó este. Jacinto estaba desnudo sobre la mesa de autopsias y el forense revisaba su espalda, luego de limpiar la sangre que se había coagulado sobre la piel.

“Por esto” -respondió, señalando con un meñique enguantado un pequeño orificio que tenía debajo del omóplato izquierdo. El oficial estiró el cuello.

“¿Un punzón, doctor?” -preguntó, después de ver el pequeño punto rojo, tan pequeño que, una vez limpia la espalda, bien podía pasar por un lunar o algo parecido.

El forense se acercó para ver mejor, puso la lupa ante uno de sus ojos, y dejó que pasaran unos segundos; luego, enderezánd­ose, dijo: “La herida tiene un borde irregular…” “No le entiendo” -dijo el policía.

El médico dudó un poco.

“Bueno -dijo-, mejor mírelo usted mismo… A ver qué le parece”.

Y le entregó la lupa.

El policía se acercó a la herida lo más que pudo.

“Es como si el punzón estuviera amellado” -dijo.

El doctor no contestó.

Pensaba.

“O como si estuviera quebrado o aplastado” -añadió el oficial, alejándose del cuerpo.

“O, a lo mejor no es un punzón” -replicó el forense.

El policía lo miró con una pregunta bailando en sus ojos.

“¿No?” -musitó.

“No creo -respondió el forense, un instante después-; esos bordes en la piel, aunque pequeños y en apariencia insignific­antes, nos dicen que el arma homicida podría ser una lezna, de esas que usan los zapateros y que tienen una ranura por donde entra el hilo…” El policía no contestó.

El forense agregó:

“Las leznas son parecidas a los punzones -dijo-, y esta, porque estoy casi seguro de que se trata de una lezna, es larga y sólida, como de unos diez o quince centímetro­s, o lo suficiente­mente larga para llegar hasta el corazón y perforarlo, causando una hemorragia interna, shock y muerte”.

Siguió a esto un momento de silencio. “Fue una sola herida -dijo el forense, poco después, observando de nuevo el pequeño punto rojo bajo el omóplato, aumentado muchas veces con la lupa-; el que atacó a este hombre sabía lo que hacía -añadió, poco después-. Se ubicó detrás de él, a un paso, más o menos, y, con fuerza, descargó el golpe, hundió la lezna abajo del omóplato, y lo sacó con la misma rapidez, dejando a la víctima herida de muerte. Luego, se alejó sin ser visto por nadie”.

“Entonces, estamos ante un asesinato bien planificad­o” -dijo el oficial.

“Así parece”.

“Pero, ¿qué motivos podía tener alguien para matar a este muchacho?”

“En la mente de los criminales siempre hay

Caminaba, una mañana fresca de martes cerca del Instituto San Miguel, cuando cayó de repente al suelo, ‘como convulsion­ando’, según dijo un testigo, sin embargo, pronto se dieron cuenta que sangraba por la espalda, un poco abajo del omóplato izquierdo”.

un motivo…”

“Sí; así es”.

El forense se dirigió a uno de sus asistentes.

“¿Dónde está la ropa de este hombre?” El muchacho no contestó, dio media vuelta, se alejó por un momento, y regresó con la ropa de Jacinto. El médico buscó la camisa y la extendió sobre una mesa. Con la lupa, revisó la parte de atrás, donde la mancha de sangre se había endurecido.

“Vea la camisa -dijo, unos instantes más tarde-, aquí, en el lugar por donde entró la lezna… Hay un orificio pequeño y éste tiene también los bordes irregulare­s… La canaleta entró con la cara hacia arriba e hizo un corte en forma de media luna…”

El policía se tomó su tiempo. “Tiene razón, doctor” -dijo, al final.

“Es una de esas leznas de zapateros -agregó el médico-, por lo tanto, ya tiene usted una pista importante…”

El oficial lo miró arrugando las cejas, como si no hubiera comprendid­o.

“Si las leznas solo las usan los zapateros -le dijo el forense, como si lo reprendier­a-, entonces, hay que buscar a un zapatero que se haya relacionad­o con la víctima y encontrar, tal vez, un motivo para querer quitarle la vida…”

“¡Ah, sí; sí! Claro”.

El forense sonrió.

Eran aquellos días en que la Dirección de Investigac­ión Criminal (DIC) luchaba por establecer­se como una Policía de investigac­ión científica.

Jacinto

Esa mañana, Jacinto iba a buscar a un amigo suyo que trabajaba como albañil en el Mall que se estaba construyen­do cerca del colegio San Miguel. Desde que se vino de Manto, había trabajado poco, aunque no huía del trabajo, y en aquellos dos años, se había demostrado a sí mismo que tenía las fuerzas, la voluntad y la determinac­ión para triunfar en la capital. Y aquella mañana, su amigo lo presentarí­a al encargado de la obra para “ver si le daban trabajo como ayudante de albañil”, aunque nunca había tocado una pala ni se había enfrentado al cemento ni a los ladrillos.

“Pero nada le daba miedo -declaró su amigo-; era trabajador y se podía confiar en él; por eso lo iba a recomendar con el ‘máistro’, pero lo mataron…”

“¿Conoce usted a alguien que tuviera motivos para querer quitarle la vida”?

La pregunta fue directa. El oficial lo miraba a los ojos.

“De eso no sé nada… Yo no creo que este chavo tuviera problemas con nadie porque era sencillo y pagaba por no hablar…” “¿Desde cuándo se conocían?”

“Allí en la colonia nos conocemos todos… A veces jugaba pelota con nosotros en las canchas de la San Miguel, y allí lo conocí… Era un chavo bien tranquilo”.

“¿Le platicó alguna vez si tenía enemigos en Manto, de donde se vino a la capital?” “No; nunca habló de eso”. “¿Conoce usted a algún zapatero que se relacionar­a con él?” “¿Zapatero?”

“Sí; eso dije. Un zapatero…”

“No, señor” -respondió el hombre, algo confundido.

“¿Sabe si Jacinto tenía familia en la capital?”

“Mire, señor, yo lo conocí allí en la colonia, jugábamos pelota a veces, pero no es que yo fuera amigo de él; amigo, lo que se dice amigo… Solo sé decirle que era un chavalo tranquilo y trabajador, que no tenía vicios… De lo demás de su vida, yo no sé nada…” El policía tomaba nota en su libreta y dejó que pasaran unos segundos.

“Y, ¿sabe si tenía novia?” -preguntó, después, levantando la cabeza.

“Pues, de eso sí me parece haberle oído decir algo… Un día dijo que tenía una chavala y que quería ahorrar un dinero para casarse con ella por las dos leyes… Eso dijo… Y que después de casado se iba a regresar a Manto, para ver si en la casa de los papás criaba unos animalitos para ir pasando con ella…”

El policía anotó aquellos datos.

“Y, ¿le dijo cómo se llamaba la novia?” “No, de eso no porque a mí muy poco me interesa meterme en la vida de las personas…”

“Y, ¿sabe si la muchacha es también de la colonia San Miguel?”

El hombre no dijo nada por un rato. Pensaba.

Al final de una pausa larga e incómoda, dijo, como si de repente hubiera recordado algo importante:

“Ya sé… La chavala estudia en el Central…”

“¿Por qué lo dice?”

“Porque un día él le compró una rosa y yo lo encontré en un bus de Tiloarque… Y me dijo que iba para el Central…”

“¿Le dijo que allí vería a la muchacha?” “No; eso no me lo dijo, pero yo supuse que allí estudia la chava porque llevaba una rosa bien arreglada, y a lo mejor era para ella… Por eso le digo”.

“Buena deducción” -dijo el policía. Hubo una nueva pausa. “Entonces -agregó el oficial, al final-, ¿usted no imagina por qué o quién lo quería muerto?”

“Para nada, señor”.

Detective

El hombre suspira, cierra el expediente que hemos estado viendo, y deja lugar para que el mesero de Denny’s le sirva el desayuno.

“Sabíamos que Jacinto vivía en la zona de la San Miguel -dijo, bañando de chile los huevos divorciado­s y las salchichas-, y no fue sino hasta que vinieron los familiares de Manto a retirar el cuerpo de la morgue que nos dimos cuenta donde vivía.

Era un cuarto pequeño donde tenía una cama, una mesita, un palo atravesado en una esquina para colgar ropa, y una Biblia. Eso era todo. Pero lo tenía limpio y ordenado y la dueña de la cuartería nos dijo que era puntual en el pago, que nunca tuvo problemas con nadie, al menos que ella supiera, y que no sabía por qué pudieron haberle quitado la vida, aunque sabía que había tenido algunas dificultad­es por la novia, de la que estaba bien enamorado… Pero, según ella, ‘eran de esas dificultad­es normales de cuando un muchacho es bueno y trabajador, pero es pobre, y la familia de la novia no lo quiere…’ y, aquellas palabras me calentaron las orejas…”

Hace otra pausa, mastica un gran bocado de comida, y toma un trago de café. Luego, dice:

“Me imaginé que aquella señora iba a ser de gran utilidad para resolver el caso, y me quedé un tiempo más con ella… Gracias a Dios, le gustaba platicar, y

conversamo­s de todos los temas habidos y por haber… Hasta que algo se fue aclarando en mi mente, y empecé a armar el caso…”

Nuevo bocado, nuevo sorbo de café, y nueva cascada de chile sobre lo que queda de su comida.

A un lado de la mesa, el expediente de Jacinto espera en silencio… Cuando lo abramos de nuevo, hablará tanto como la dueña de la cuartería…

Continuará la próxima semana

‘Si las leznas solo las usan los zapateros -le dijo el forense, como si lo reprendier­a-, entonces, hay que buscar a un zapatero que se haya relacionad­o con la víctima y encontrar, tal vez, un motivo para querer quitarle la vida…’

‘¡Ah, sí; sí! Claro’”.

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