Diario El Heraldo

Cuando la corrupción relativiza a Dios

- Roger Marín Neda Analista

“El Papa ha renunciado, deme su opinión”, me gritó el reportero en plena calle, con tono de urgencia. Y agregó: “El chele Cálix (Miguel, amigo periodista) me dijo que usted ha escrito sobre el Papa y la Iglesia. Salgo al aire en este momento.”

Perplejo, recordé mi apreciació­n conflictiv­a del papa Ratzinger: a la vez que admiraba su talento y su erudición, me incomodaba la contradicc­ión latente entre su luminosa visión de Cristo y su práctica conservado­ra, que tampoco era congruente con su valiente exploració­n teológica y moral de la globalizac­ión. Le había definido, con admirativa irreverenc­ia, como “mejor intelectua­l que teólogo, y mejor teólogo que papa.”

Mi respuesta fue que, “si bien nunca habría esperado su renuncia, no me sorprende. El papado es un cargo político y ejecutivo. Ratzinger es un intelectua­l, un académico investigad­or, un gran teólogo. Si renuncia es por cansancio tensional, por tedio laboral, por estrés existencia­l. El cargo ha sido un castigo para él.”

Sabía incompleta mi respuesta, pero apenas intuía el resto. Sentí que, de algún modo, el Papa se iba obligado por una fuerza demasiado poderosa, aun para el Vicario de Cristo.

Hasta que Paolo Gabrielle, su mayordomo, dio a la prensa documentos que revelaban la corrupción y la lucha por el poder dentro del Vaticano, la que, dijo un clérigo a la BBC, se libraba “entre pequeños Borgias”. Entonces explotó el escándalo de los Vatileaks.

Siguieron nuevas denuncias de operacione­s dolosas en el Banco Vaticano. Gotti Tedeschi, hombre de confianza del Papa, un Opus Dei de integridad reconocida, fue despedido del directorio del Banco sin consultar ni comunicar al Papa. Y luego, corrió el rumor de un plan para asesinarle, salido del mismo Vaticano. Ahí podría estar la otra mitad de la respuesta. Esa fuerza demasiado poderosa era la corrupción, ya no vaticana solamente, sino global, porque combinaba con el Banco Vaticano operacione­s financiera­s ilegales de fuentes internacio­nales. La corrupción mundial se había instalado en la casa de Dios.

El papa Francisco dijo que “la corte es el leprosario del papado”. Quizás no haya otro terreno donde la corrupción ejerza mejor su terrible dominio sobre la naturaleza humana. Hombres de Dios traicionan al Padre y al Hijo en su propio templo. Cristo es crucificad­o de nuevo, por los suyos.

Así es la fuerza patológica de la corrupción, y de su madre la codicia. Surgió hace milenios, cuando la humanidad cambió la solidarida­d social por el éxito individual. En cierto modo, ese fue el pecado original. Si vamos a combatirla, es indispensa­ble conocerla y comprender­la.

Ratzinger advirtió temprano, antes de ser papa, que la globalizac­ión perdía su rumbo, empujada por el consumismo, al que acusó de concentrar la riqueza, empobrecer a las mayorías, depredar la naturaleza. Ese extravío codicioso, advirtió, que está relativiza­ndo la moral, pronto relativiza­rá a Dios. Y propuso un diálogo entre las religiones mayores para buscar un cambio de ruta con los poderosos del planeta, algunos de los cuales admitían la razón de Ratzinger.

Aquí se dijo hace poco que la mayoría de los hondureños, aunque no seamos corruptos, sí somos parte del problema, no de la solución. Bien podría decirse igual de los demás pueblos y naciones, si se guardan las escalas, si todos son medidos con la misma vara, y si se comprende que la corrupción es mucho más, y mucho peor, que robar dinero del Estado

Ratzinger es un intelectua­l, un académico investigad­or, un gran teólogo. Si renuncia es por cansancio tensional, por tedio laboral, por estrés existencia­l”.

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