Diario El Heraldo

Enseñanzas del reloj

- Miguel A. Cálix Martínez

Aprender que el tiempo pasa y no regresa es uno de esos momentos de la infancia en los que se pierde poco a poco la inocencia. Ese despertar no ocurre de inmediato. Es la suma de instantes que se van acumulando al de ese día infausto en que nos dimos cuenta quién deja los regalos en Navidad o en Día de Reyes, cómo nacen los bebés y de qué color es realmente el cabello de mamá.

“La aguja corta señala la hora y la aguja larga los minutos” nos enseñó la maestra de primaria y entonces nos enteramos que se puede medir “cuánto tiempo” transcurri­ó hasta “ahora”, desde esa novísima noción que comenzamos a nombrar “antes” y hasta esa otra que todos llaman “después”, más cercanos o más distantes, todos ellos con números y nombres propios para indicar eso que llamamos día o mes.

La vida empieza a complicars­e: ya no usamos más uno o tres deditos de la mano para decir con media lengua cuántos añitos tenemos y usamos números. Aprendemos que la fecha se repite cada 365 días ¡y a veces 366 cuando es año bisiesto, asunto lleno de misterio! Comenzamos a notar que comemos más o menos a la misma hora todos los días, que hay un “límite de tiempo” para la diversión nocturna y que nuestros padres “desaparecí­an” de casa durante el día de lunes a jueves (y un poco más algunos viernes).

Antes deseábamos que nos celebraran fiesta de cumpleaños en cualquier momento, con pastel, dulces y regalos, pero no ocurría así. Por fortuna, otros niños (hijos e hijas de los amigos o hermanas de nuestros padres) celebraban sus onomástico­s a lo largo del año, y podíamos acompañarl­os, romper sus piñatas y divertirno­s. Los sábados y domingos eran los días más bonitos pues papá y mamá “hacían mandados”, nos llevaban al parque y a visitar a los abuelos. El lunes, sin embargo, tenía un efecto extraño: ponía de mal humor y “corre-corre” a los más grandes, entendiénd­ose mejor por qué cuando entramos a la escuela.

Poco a poco fuimos adiestrado­s en que no solo el reloj mide el tiempo: también lo hacían los calendario­s y la libretita verde que papá llevaba en el bolsillo de la camisa. En ella anotaba sus citas y los teléfonos. De él y mamá supimos que es bueno “llegar a la hora” (puntual) y que no tomárselo en serio podía provocar discusione­s y malas caras.

Al graduarme de sexto grado, mi abuelo —un relojero sabio e inolvidabl­e— me obsequió una hermosa creación mecánica suiza para conmemorar el acontecimi­ento. Pulsera de metal acerado e inoxidable, precisas horaria y minutero. Esa misma maravilla del ingenio humano registró, dos meses después, la hora exacta en que él murió, víctima de un violento e inesperado ataque. Y así, con esa dura lección, se acabó la inocencia infantil pues comprendí que el tiempo en la Tierra de aquellos que amamos se acaba algún día. Y aunque un reloj pueda medir ese tiempo, nunca lo hará con sus vidas

Poco a poco fuimos adiestrado­s en que no solo el reloj mide el tiempo: también lo hacían los calendario­s y la libretita verde que papá llevaba en el bolsillo de la camisa”.

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@Miguelcali­x

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