Sin miedo a la palabra
Distintas civilizaciones nos han legado evidencia de su paso por el planeta gracias a las obras que ejecutaron sus gobernantes, con el concurso de anónimos artistas y fungibles obreros. Interesados en trascender más allá de sus vidas, emperadores, reyes y otras figuras de autoridad dejaron tras de sí pruebas de sus acciones en sus respectivas épocas, como lo atestiguan innumerables vestigios. Bajorrelieves, frescos, jeroglíficos y otros registros cuentan las versiones oficiales de su dominio, con adjetivos grandilocuentes y descripciones del avasallamiento de sus antecesores. Con buena fortuna, el mismo protagonista o cronistas contemporáneos describieron en sus propias versiones lo asegurado oficialmente y, si se combinaron condiciones como la selección de un material perdurable, la tolerancia de la censura posterior y la preservación apropiada, servirán de comprobación o contraste para historiadores. Los “Comentarios a las guerras de las Galias”, el tapiz de Bayeux y los códices mexicas son buen ejemplo de ello.
“La historia la escriben los vencedores”, reza la frase de un reconocido periodista inglés. Pero a veces, aunque no quede evidencia física, la memoria de un hecho histórico se resiste a desaparecer en las brumas del pasado, independientemente que los vencidos tengan o no oportunidad alguna de relatarla. El levantamiento de Espartaco y la guerra subsiguiente sacudieron las bases del sistema esclavista de entonces, mereciendo la atención de la pluma de Plutarco y otros ciudadanos romanos. Se puede decir lo mismo de aquel joven rabino de Galilea, vejado en una lejana provincia imperial de Roma, cuyos primeros discípulos y seguidores corrieron en desbandada ante la amenaza de persecución del conquistador y sus aliados. Años después, cronistas de entre los “vencidos” narraron lo acontecido con él y sus fieles, multiplicándose sus parciales. Huelga el contar quiénes vencieron realmente.
En días recientes, en la capital de nuestra república, un pequeño acto de desobediencia civil -pacífico como lo recomiendan los partidarios de la protesta no violenta- fue publicitado por los modernos y gratuitos canales de amplificación digital. El mensaje apelaba a la rendición de cuentas, uno de los principios esenciales de toda democracia, y se dirigía a los responsables de la administración estatal. Efímero en su forma y sencillo, pero contundente en su contenido, se reducía a una pregunta y una exclamación: “¿Dónde está el dinero? ¡Honduras lo exige!”. La pintada en el viaducto despertó simpatías que no entendieron quienes la intentaron borrar a las prisas, provocando una reacción en cadena, visible hoy en carreteras, vías, paredes y puentes de distintos lugares.
No hay que temer a palabras ni a preguntas, solo a la falta de respuestas
‘¿Dónde está el dinero? ¡Honduras lo exige!’. La pintada en el viaducto despertó simpatías que no entendieron quienes la intentaron borrar a las prisas, provocando una reacción en cadena, visible hoy en carreteras, vías, paredes...”.