Diario El Heraldo

El fuego del diablo

Sentimient­os Dicen, y tal vez con razón, que el amor no es pecado…

- CARMILLA WYLER

(Primera parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Ella. Mery estaba muerta. La última vez que la vieron con vida fue la noche anterior, cuando fue a la pulpería a comprar leche, pan y cereal para el desayuno. La dueña de la pulpería les dijo a los policías que no vio nada extraño en ella, que llegó a la tienda a eso de las siete de la noche, y que recordaba bien la hora porque en ese momento Pablo Gerardo Matamoros comenzaba el noticiero nocturno de HCH, y porque Mery la saludaba siempre con alegría. Aunque no recuerda haberse despedido de ella.

“Hoy en la mañana me quedé sorprendid­a porque me dijeron que Mery estaba muerta” –agregó la señora, una mujer de más de sesenta años, baja y menuda, de pelo largo que lleva siempre en una trenza en la que brillan muchas hebras grises.

“¿Quién le dijo eso?”

“Ella vive… bueno, vivía como a dos cuadras de aquí. Dicen que el marido llegó en la madrugada a la casa y que la encontró muerta… Que se había colgado de una viga con un lazo… Eso me dijo una señora que vino a comprar temprano. Después, yo fui a la casa, porque estimaba a la muchacha, pero había mucha gente y estaba la Policía, y mejor me regresé”.

“Y, ¿sabe usted, o tiene alguna idea de por qué Mery se quitó la vida?”

“Pues, mire que no; no sé nada… Es lo que me extraña porque anoche la vi alegre, como siempre, y a mí siempre me pareció que ella no tenía ningún problema… solo que el marido se iba los viernes de parranda y regresaba tarde…”

“¿Eso cómo lo sabe? –le preguntó el policía.

“Pues porque a veces ella se quedaba a platicar conmigo y me decía que el esposo tenía esa costumbre, y más cuando habían partidos de fútbol”. “¿Le dijo si peleaban por eso?” “No; no peleaban, pero ella le reclamó al inicio, hasta que se acostumbró porque el muchacho es un hombre bueno; al menos es lo que dice… decía ella. Nunca le faltó nada”.

“¿Está segura de que no le dijo nada malo de su relación con su esposo?”

“Segura… aunque, ahora que me acuerdo, no hablaba bien de un amigo del marido, un hombre al que le decía Joche; José se ha de llamar…” “¿Qué decía de Joche?”

“Pues no me acuerdo bien porque hablábamos entre cliente y cliente, y a veces le ponía poca atención”.

“¿Sabe usted si la muchacha tenía más amistades?”

“Pues eso sí lo sé bien. Ella era de un municipio del sur; de Orocuina, creo yo, y se habían venido a vivir aquí con el marido hacía apenas tres o cuatro meses, a una casa de la tía del muchacho, que vive en Canadá o en España…” “Hábleme de Joche, por favor”. “Yo no lo conozco”.

“Bueno, dígame algo sobre lo que ella le hablaba…”

“¿De Joche?”

“Sí; de Joche”.

“Mire –dijo la señora, después de largo rato en el que se quedó pensando, como para ordenar sus ideas–, lo que me dijo un día fue que ya no aguantaba la amistad de Joche con su marido. Siempre lo estaba llamando, se mensajeaba­n, se veían, Joche lo visitaba a cada rato, los viernes se iban juntos del trabajo del marido, en el taller de un señor adventista, y se perdía con él. Casi siempre el marido regresaba a la casa bebido de cerveza, cansado y se acostaba a dormir hasta el mediodía, y a veces sin quitarse la ropa siquiera. Y para cuando era la hora del almuerzo, allí estaba Joche…”

La señora guardó silencio.

“Y, ¿le dijo ella alguna vez por qué era que le desagradab­a Joche? ¿Por qué era que no le caía bien esa amistad con su esposo?”

“Mire, eso sí que se lo pregunté… Le dije: Mamita, ¿y por qué es que te cae tan mal ese amigo de tu marido? Y ella me contestó: Es que es un hombre bien raro; siempre está con Luis, a veces hasta hablan en secreto, se viene a la casa y Luis ni caso me hace por estar con él, viendo tele y hablando no sé qué cosas…”

La señora hizo otra pausa. La cansaba hablar tanto.

“¿Eso era lo que le molestaba de Joche?” –le preguntó el policía.

“Pues, eso –dijo la señora–; y que le parecía raro…”

“¿Raro en qué?”

“Mire, a mí no me gusta decir esas cosas porque soy cristiana y no debe uno andar repitiendo cosas que no sabe o que no puede comprobar, porque eso es del diablo, pero, según lo que yo entendí, fue que el muchacho ese, el tal Joche, era así como… como amanerado; así como amujerado, pues…”

“¿Cómo afeminado, señora?” “Algo así me dio a entender ella…” “¿Cómo fue que ella le dijo?” La señora se rascó la parte de atrás de la cabeza.

“Mire, yo no quiero que me metan en líos porque mi marido, aunque está con muletas, es bien bravo, y no le gusta que yo ande metida en asuntos de otra gente… En mejengues, dice él… Y si ahorita estoy hablando con usted es porque él anda en cita en el San Felipe…”

“Le aseguro que no va a tener problemas, señora –le dijo el policía–; lo único que está haciendo es ayudándono­s a resolver el caso de la muerte de la muchacha, porque hay algunas cosas que no nos parecen así como que haya sido un suicidio, o que ella se haya quitado la vida…”

La mujer abrió los ojos. “¿Cómo dice? –preguntó–. ¿Es que la mataron? ¿Cómo puede ser eso?”

“No, señora; no le estoy diciendo que fue que la mataron; lo que le digo es que hay algunas cosas que hemos visto en la casa y en el cuerpo de la muchacha que no nos parecen lógicas, y es por eso que estamos investigan­do para saber sí es que ella se mató realmente, o fue que… la mataron y la colgaron de la viga con una cuerda…”

La señora estaba asustada.

“¡Ay Dios! –exclamó–. Y, si la mataron, ¿quién pudo ser?”

“Si eso fue así –le dijo el policía–, es posible que haya sido alguien que la odiaba… aunque no sabríamos decir por qué…”

Mire, yo no quiero que me metan en líos porque mi marido, aunque está con muletas, es bien bravo, y no le gusta que yo ande metida en asuntos de otra gente… En mejengues, dice él…”.

“Pues, ya que abrí la boca –dijo, de pronto–, ni modo…”

“¿Qué más nos puede decir?” Ella se quedó pensando largo rato, se rascó otra vez la parte de atrás de la cabeza, se alisó la trenza, y dijo:

“Pues, mire… yo creo que ella tenía celos de ese muchacho”.

“¿De cuál muchacho?”

“De Joche”.

“¿Le dijo por qué?”

Ella hizo otra pausa.

“Pues, por eso que ya le dije… porque él es así… como amaneradit­o…” “¿Afeminado?”

“Sí… de esos”.

“¿Gay? ¿Le dijo eso ella?”

La señora enmudeció de nuevo. Dudaba.

“Mire, yo no tengo problemas con nadie ni quiero que me metan en líos… Eso fue lo que me dijo…” “¿Cómo fue que se lo dijo?”

El policía insistía.

“Mire, señora –agregó, ante la indecisión de la mujer–, lo que queremos es investigar la muerte de la muchacha… Yo creo que nadie merece morir así, y si como usted nos dijo, anoche ella vino alegre a comprar leche y pan, pues, a lo mejor no tenía ninguna razón para colgarse de una viga y quitarse la vida… A lo mejor es que alguien le hizo ese mal…”

“¿Usted cree?”

“No sabría qué decirle hasta que no averigüemo­s más datos sobre la muerte de Mery… Cuando la lleven a la morgue le van a hacer la autopsia, y allí vamos a saber de verdad qué fue lo que le quitó la vida… Si se ahorcó, lo vamos a saber, pero lo que nos hace dudar es que tiene golpes, y que en las muñecas tiene huellas como si alguien la hubiera apretado con fuerza… o sea, como si hubiera peleado con alguien… Usted me entiende, ¿verdad?”

“Ay, sí… Pobrecita Mery… Mire que pasarle esto tan joven y tan bonita…”

El policía estaba a punto de despedirse.

“Dígame algo, señora –le dijo–, ¿ellos tenían hijos?”

“Pues, que yo sepa, no; y no la vi a ella embarazada, para decir que ya iban a tener familia”.

“¿Algo más que no nos haya dicho y que se acuerde, señora?”

La mujer hizo memoria.

“Pues, no; nada… no me acuerdo de nada más… solo de eso…”

“¿De qué?”

“Del muchacho, del tal Joche… A ella no le caía bien…”

“¿Por celos?”

“Es lo que yo entendí”. “Excelente, señora. Nos ha servido de mucho. Ahora, vamos a entrevista­r a otras personas, a ver si conocieron a Mery, al esposo o al amigo Joche…”

“Vayan, vayan, y no me vayan a meter a líos con mi esposo, que es bien bravo y no le gusta que yo ande en estos mejengues, como dice don Eduardo

Maldonado”.

“No se preocupe, señora. Ya nos ha ayudado mucho. Gracias”.

“Miren –los detuvo ella, bajando la voz–, por si acaso tuvieran que volver, por si se me ha olvidado algo, entonces que venga uno de ustedes y me pida una bolsa de semitas y dos frescos; yo voy a entender. Eso, por si estuviera mi esposo, que es que siempre está en la sala, dice él que ayudándome con la pulpería… ¿Me entiende?”

“Sí, señora, le entiendo. Muchas gracias”.

Preguntas

Los detectives de la Dirección Policial de Investigac­iones (DPI) se retiraron. Llevaban mil preguntas en la cabeza.

La muchacha estaba muerta, colgando de una cuerda. Supuestame­nte se había ahorcado, pero, ¿por qué tenía marcas en las muñecas? Eran marcas profundas, como si la hubieran apretado con fuerza para someterla. Y, ¿por qué tenía golpes en la cara? ¿Por qué tenía aquel hilillo de sangre que le salía por una de las fosas nasales? Y, si se ahorcó, ¿por qué no presentaba las caracterís­ticas típicas de este tipo de muerte?

Hoy en la mañana me quedé sorprendid­a porque me dijeron que Mery estaba muerta’ –agregó la señora, una mujer de más de sesenta años, baja y menuda, de pelo largo que lleva siempre en una trenza en la que brillan muchas hebras grises. ‘¿Quién le dijo eso?’ ‘Ella vive… bueno, vivía como a dos cuadras de aquí. Dicen que el marido llegó en la madrugada a la casa y que la encontró muerta… Que se había colgado de una viga con un lazo… Eso me dijo una señora que vino a comprar temprano. Después, yo fui a la casa, porque estimaba a la muchacha, pero había mucha gente y estaba la Policía, y mejor me regresé’”.

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La mujer se quedó callada.
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