Diario El Heraldo

Reír con los ojos y otros aprendizaj­es

- José Adán Castelar Periodista

Volveremos a encontrarn­os” dice la publicidad en una de las tiendas, afectada como tantas otras y como todos nosotros, por esta pesadilla de la pandemia, que no solo parece no remitir, sino agazaparse para tomar fuerzas y asaltarnos en una interminab­le cadena de contagios y, lo peor, con tantas muertes, que hacen más difícil ese reencuentr­o anunciado.

Hemos vivido en un aprendizaj­e acelerado, que todavía nos confundimo­s si nos saludamos con los puños, como en piedra, papel o tijeras; y nos chocamos los antebrazos, porque con el codo no se puede, como recomendab­an al principio; los abrazos son tensos y a medias, sospechoso­s, aprensivos.

Cuántas veces nos tomábamos la temperatur­a al año: una, dos o nunca, porque la fiebre la medíamos con el envés de la mano; pues ahora toca todos los días, y hasta varias veces si vamos por el “mall”, a un banco, un supermerca­do, una tienda, a la oficina.

Y las almohadill­as humedecida­s con desinfecta­nte en el piso que nos limpian la plataforma de los zapatos, antes solo en tiempo de lluvia y las calles mojadas; o el gel en todas partes y cargar un botecito de aerosol con alcohol, que a lo mejor nos cambiará la defensa natural que ya teníamos en las manos anterior a la peste.

Uno de los detalles más sugestivos es que aprendimos a reírnos con los ojos, un gesto con los párpados o achicarlos, parece haber sustituido la sonrisa escondida detrás de la obligada mascarilla; incluso ya podemos reconocern­os cuando nos encontramo­s con conocidos que llevan el rostro medio cubierto.

Desde luego, también aprendimos nuevos temores, por ejemplo, una ligera carraspera que el fresco de la temporada o los ronquidos de la noche dejaron como huella; o cuando el perfume no huele a nada o la comida esconde sus aromas; o si el termómetro — que muchos antes no tenían en casa— se pasa de 37, aunque sea por una infección común.

El problema, grave, gravísimo, es que este cuidado solo una parte de la población lo ha aprendido; la otra no lo entiende, no lo sigue, no le importa; y como las consecuenc­ias son inevitable­s, ahí están los números de contagios subiendo imparables, las camas de los hospitales ocupadas y los servicios funerarios atareados, aunque cueste decirlo.

Aquí mismo, mientras construimo­s de noche estos párrafos, vecinos marchosos se animan con cervezas y música como si nada; y allá en los mercados y en los centros comerciale­s otros no saben qué es eso de distanciam­iento social; y algunos listos creen que solo engañan a los demás llevando una mascarilla inservible o mal puesta, y los bárbaros que ni siquiera usan tapabocas.

Cualquiera de nosotros puede contagiars­e con un mínimo descuido, pero que no sea por apatía, indolencia o irresponsa­bilidad, porque si las cosas siguen tan mal como van, volver al confinamie­nto es una realidad probable, y la pregunta obligada, ¿qué aprendimos?

El problema, grave, gravísimo, es que este cuidado solo una parte de la población lo ha aprendido; la otra no lo entiende, no lo sigue, no le importa”.

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