Reír con los ojos y otros aprendizajes
Volveremos a encontrarnos” dice la publicidad en una de las tiendas, afectada como tantas otras y como todos nosotros, por esta pesadilla de la pandemia, que no solo parece no remitir, sino agazaparse para tomar fuerzas y asaltarnos en una interminable cadena de contagios y, lo peor, con tantas muertes, que hacen más difícil ese reencuentro anunciado.
Hemos vivido en un aprendizaje acelerado, que todavía nos confundimos si nos saludamos con los puños, como en piedra, papel o tijeras; y nos chocamos los antebrazos, porque con el codo no se puede, como recomendaban al principio; los abrazos son tensos y a medias, sospechosos, aprensivos.
Cuántas veces nos tomábamos la temperatura al año: una, dos o nunca, porque la fiebre la medíamos con el envés de la mano; pues ahora toca todos los días, y hasta varias veces si vamos por el “mall”, a un banco, un supermercado, una tienda, a la oficina.
Y las almohadillas humedecidas con desinfectante en el piso que nos limpian la plataforma de los zapatos, antes solo en tiempo de lluvia y las calles mojadas; o el gel en todas partes y cargar un botecito de aerosol con alcohol, que a lo mejor nos cambiará la defensa natural que ya teníamos en las manos anterior a la peste.
Uno de los detalles más sugestivos es que aprendimos a reírnos con los ojos, un gesto con los párpados o achicarlos, parece haber sustituido la sonrisa escondida detrás de la obligada mascarilla; incluso ya podemos reconocernos cuando nos encontramos con conocidos que llevan el rostro medio cubierto.
Desde luego, también aprendimos nuevos temores, por ejemplo, una ligera carraspera que el fresco de la temporada o los ronquidos de la noche dejaron como huella; o cuando el perfume no huele a nada o la comida esconde sus aromas; o si el termómetro — que muchos antes no tenían en casa— se pasa de 37, aunque sea por una infección común.
El problema, grave, gravísimo, es que este cuidado solo una parte de la población lo ha aprendido; la otra no lo entiende, no lo sigue, no le importa; y como las consecuencias son inevitables, ahí están los números de contagios subiendo imparables, las camas de los hospitales ocupadas y los servicios funerarios atareados, aunque cueste decirlo.
Aquí mismo, mientras construimos de noche estos párrafos, vecinos marchosos se animan con cervezas y música como si nada; y allá en los mercados y en los centros comerciales otros no saben qué es eso de distanciamiento social; y algunos listos creen que solo engañan a los demás llevando una mascarilla inservible o mal puesta, y los bárbaros que ni siquiera usan tapabocas.
Cualquiera de nosotros puede contagiarse con un mínimo descuido, pero que no sea por apatía, indolencia o irresponsabilidad, porque si las cosas siguen tan mal como van, volver al confinamiento es una realidad probable, y la pregunta obligada, ¿qué aprendimos?
El problema, grave, gravísimo, es que este cuidado solo una parte de la población lo ha aprendido; la otra no lo entiende, no lo sigue, no le importa”.