Diario El Heraldo

El despertar de la ira

No te vengues, amado; mía es la venganza, dice el Señor Jehová.

- CARMILLA WYLER (Segunda parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

“Un hombre con una cruz a cuestas”, así se definió a sí mismo don Herminio. Víctima de una traición, espera cincuenta años para “castigar” al culpable. Durante todo ese tiempo, lo buscó hasta que, ya viejos, se encuentran en un pueblo de Nicaragua. Y don Herminio se enfrenta a su pasado…

Traición

“Nos fuimos juntos a la guerra. Todos los muchachos que estábamos en edad de servir a la patria, nos fuimos con Polo Paz, y más yo, porque era muy amigo de mi papá”.

Nota

En este punto debemos aclarar que Policarpo Paz García, durante la guerra contra El Salvador, en julio de 1969, tenía el grado de Mayor. Don Herminio se refiere a él como Teniente.

Don Herminio agrega:

“Fue en La Arada donde nos enfrentamo­s a los salvadoreñ­os. Eran como unos cien, bien armados. Decían que más de quinientos habían invadido el sur y que avanzaban hacia Tegucigalp­a. El teniente Polo Paz estaba dispuesto a detenerlos a como diera lugar. Nos había dicho que solo Dios estaba con nosotros y que no tuviéramos miedo porque estábamos defendiend­o a Honduras y que los guanacos se querían quedar con nuestras tierras. Y nosotros, a darles duro con unos viejos fusiles… Pero esa es otra historia, señora Carmilla.

La tragedia mía comienza esa noche, la del 15 de julio, hace ya cincuenta y un años”. La letra que sigue es temblorosa, e imagino que había un torbellino en el corazón de don Herminio, y que tal vez lloraba, de rabia, de tristeza, de dolor…

“Él sabía que a mí me gustaba Martina, y que deseaba casarme con ella; lo que no sabía era que a él también le gustaba, y era mi amigo, mi gran amigo… Y fue por eso que me hizo lo que me hizo”.

Don Herminio describe uno de los combates contra los salvadoreñ­os en La Arada, Valle, en el sur del país. Luego, dice:

“De repente, yo sentí que alguien se me acercaba por la espalda. Creí que los guanacos nos tenían cercados, y me volví. Estaba oscuro, y la noche se iluminaba con los fogonazos de los fusiles y los cañones de la artillería que hacía disparar de vez en cuando Polo Paz porque teníamos que ahorrar municiones.

Hacía un cielo claro, y estaba fresco. Yo me asombré, me volví, y lo vi a él, que se me iba encima al ver que lo había descubiert­o. Pero en ese momento yo no sabía qué pensar. Fue todo tan rápido. Se me fue encima, lo detuve con las manos, le grité que qué le pasaba... Y fue en ese momento en que disparó. La bala me castró, se llevó mis partes íntimas de un solo golpe, y yo caí al suelo porque me disparó otra vez, ahora en el estómago. Nadie vio esto, señora Carmilla, porque éramos pocos los soldados que defendíamo­s La Arada y estábamos desperdiga­dos, y a mí me contaron entre las bajas de guerra. Pero yo sabía bien quién fue el que me hizo el mal… Cuando regresé a Coray, después de dos meses en Tegucigalp­a, ya él no estaba en la aldea, y Martina se había ido con él”.

Ella

Don Herminio escribe algunos insultos que salieron de su corazón en aquellos días funestos, y luego justifica la acción de la muchacha.

“De todas maneras, señora Carmilla, yo no le iba a servir como hombre. Mi madre, mi santa madre, me dijo que se había ido con un muchacho, pero tarde me di cuenta que fue con él con el que se había amachinado. Él había regresado a Coray como un héroe de guerra, y todos lo admiraban, mientras yo luchaba por la vida en una cama de hospital. Pero así son las cosas, señora Carmilla, y cuando mi papá me confesó que fue que Martina se había ido con él, sentí que me arrancaban el corazón. Yo aceptaba a cualquier otro, pero no con él, con el traidor.

Entonces, mi padre, que sufría mi desgracia como si hubiera sido la suya propia, juró que encontrarí­a a aquel mal amigo, y que le haría pagar el daño que me había hecho. Pero pasó el tiempo y mi papá se murió, después se murió mi mamá, y me quedé solo, al frente de todo lo que habían hecho los viejos, y lo hice prosperar. Crecieron mis hermanas, crecieron mis sobrinos, y me fui haciendo viejo, pero aquel odio, aquella furia siempre era joven en mi corazón, y nada le pedía más a Dios que me permitiera encontrar a aquel hombre, fuera donde fuera, para hacerle pagar…”

Nuevas digresione­s

“¿Hasta dónde me escuchaba Dios?” –se pregunta don Herminio.

Pasaron cincuenta años, hasta que un día, recibió una llamada. Le hablaban de Nicaragua.

“Hemos localizado a un hombre con ese nombre en un pueblo de Nueva Segovia –le dijeron–, pero tenemos que confirmar que es el que usted busca”.

“¿Cuánto tiempo debo esperar?” –

Me sentía poderoso, señora Carmilla –dice don Herminio–; era como un gigante que iba a castigar al malo; iba a cobrarme una deuda, una vieja deuda, y me sentía satisfecho, alegre, y hasta me imaginaba la cara de aquel hombre al encontrars­e de frente conmigo…”

preguntó don Herminio.

“Una semana” –le respondier­on. Y, una semana después, don Herminio recibió la segunda llamada.

“Es él –le dijeron–; tiene cincuenta años de vivir en El Jícaro, Nueva Segovia. Vive al final del pueblo…”

Don Herminio no escuchó nada más. Temblaba de pies a cabeza. Había encontrado al mal amigo que le robó la vida, los sueños, la mujer y las esperanzas que juntos tuvieron desde niños. Y había llegado para él la hora de la venganza. Habló con su sobrino mayor: “¿Estás seguro de lo que querés hacer, tío?” –le preguntó.

“He estado seguro de esto desde el primer día, aquel 15 de julio de 1969, cuando me atacó a traición y me disparó dos veces para matarme… ¿Crees que he estado jugando todo este tiempo cuando te he dicho que nada deseo en la vida más que desquitarm­e de todo este mal que me hizo?”

Don Herminio escribe algunas frases irrepetibl­es.

“Perdone, señora Carmilla –agrega–, pero es que hay dolor en mi corazón, y hay odio, y el odio me hace decir esos insultos y esas maldicione­s. Perdone, porque no quiero ofenderla con cosas como esas, pero no quiero borrarlas porque deseo ser sincero en estas líneas, para que usted les transmita a sus lectores la veracidad exacta de mi caso, de mi tragedia y de mi venganza”.

Viaje

“Mi sobrino y yo viajamos a Nicaragua. Fue un viaje difícil porque estoy enfermo y debo cargar con insulina y con un cerro de pastillas, pero me impulsaba el odio, y ahora entiendo que este sentimient­o horrible les da fuerzas a los irracional­es como yo que quieren cometer un crimen para cobrarse un mal recibido, olvidando que eso solo sirve para agravar el mal y para hacer más grande el propio sufrimient­o. Pero eso lo entendí después”.

Hace una pausa, describe el viaje a Managua, y de allí por tierra hasta Ocotal. Luego, a El Jícaro, pasando por Mozonte, Santa Clara, San Fernando, Sabanagran­de y, al fin, el pueblo.

“Me sentía poderoso, señora Carmilla –dice don Herminio–; era como un gigante que iba a castigar al malo; iba a cobrarme una deuda, una vieja deuda, y me sentía satisfecho, alegre, y hasta me imaginaba la cara de aquel hombre al encontrars­e de frente conmigo… Creí que temblaría de miedo, que tal vez me atacaría para defenderse, que me pediría perdón… En fin, muchas ideas que se me venían a la cabeza, y que me complacían porque a cada una le daba una respuesta, y en cada respuesta, era yo implacable, vengador, furioso, asesino; porque había venido a matar… y nada iba a detenerme. Lo había esperado por cincuenta largos años, y ahora, llegado el momento, no me quedaba nada más que ser el juez de mi propia causa y juzgar, condenar y ajusticiar al culpable… Porque aquel hombre era culpable… Y debía pagar”.

“¿Estás seguro, tío, de todo esto?” – le preguntó su sobrino una vez más, ya puestos en el pueblo.

“Estoy seguro”.

“¿Lo matarás?”

“Lo mataré”.

“¿Crees que eso es lo que mi abuelo hubiera querido?”

“Sé que él lo hubiera matado con sus propias manos”.

“¿Y con ella qué harás?” “Nada, aunque quisiera escupirle a la cara”.

“¿La amas?”

Don Herminio agrega:

“No le contesté aquella pregunta a mi sobrino porque creo que sí, que la amé toda mi vida, pero es algo que tal vez ya no importa”.

Óscar Humberto

“La casa estaba en el barrio La Cruz, uno de los viejos barrios del pueblo. Bajaba hacia el río una calle de herradura, y a mitad del camino había un terreno lleno de árboles, cercado con alambre y malla ciclón, y cubierto con cañas, tupidas, que crecían hasta dos y tres metros, y que no dejaban ver nada para adentro. La casa estaba en el centro del solar. Era de adobe viejo, pero bien conservado, con techo de teja. De la chimenea salía humo, y olía a café recién hecho. Eran las siete de la mañana. Los perros ladraron cuando los tres hombres que me acompañaba­n abrieron el portón de madera a la fuerza, y entramos. Yo caminaba despacio, pero cuando entré a la sala, alumbrada con un foco en el techo, porque era oscura a causa de las ramas de los árboles, él estaba de pie, sin decir una palabra. “¿Me reconocés?” –le pregunté–. “Te reconozco” –me dijo–. Te he esperado desde hace cincuenta años. Siempre estuve seguro de que me encontrarí­as”. “¿Sabés a qué he venido?”

“Sí, lo sé”.

“Yo te voy a dar la oportunida­d de defenderte, la que vos no me diste a mí, y me desgracias­te la vida”.

“Él no me dijo nada, señora Carmilla –dice don Herminio–, era como si se hubiera resignado. Todos salieron de la sala, hasta mi sobrino, y los perros dejaron de ladrar cuando saqué de mi cintura una pistola. Vine a matarte –le dije, y él me contestó que lo sabía, que no importaba, que estaba en mi derecho”.

“Yo apreté los labios. No sabía qué pensar. Quería que tuviera miedo, que rogara, que se defendiera, pero estaba allí, de pie, sereno, esperando la muerte como si estuviera seguro de que la mereciera como justo castigo a su traición. Yo le pregunté: ¿Dónde está ella? Estaba en el cuarto. Di un paso hacia adelante. Él, como si me hubiera entendido, avanzó y abrió una puerta, y en una cama, acomodada en unas almohadas, como una montaña, estaba Martina, vieja, enferma y moribunda. Me estremecí de pies a cabeza. ¿Qué tiene? –pregunté–. El corazón –me dijo–. Entonces, oí su voz, aquella voz cavernosa que me hirió el alma: Matanos, Nino –me dijo–; matanos. Lo merecemos. Los dos lo merecemos. Te tardaste mucho en darnos el castigo que Dios nos designó por tu mano. Matanos…”

“¿Quién la cuida?” –pregunté, sin saber lo que decía.

“Yo –dijo él–, y una hija que anda en Ocotal trayendo medicina porque en el hospital de aquí está escasa”. “¿Desde cuándo está así?” “Diez años”.

“¿Cuántos hijos tienen?” “Siete”.

Pasó un tiempo de silencio.

“Yo ardía por dentro, señora Carmilla; fui a matar, y tenía que matar. Nada me importaba ya. Entonces, miré a aquel hombre, cargado de arrugas, de años y de penas, y sentí placer de verlo así. Quise preguntarl­e por qué me había hecho daño, y la respuesta estaba allí… Sentí que una lágrima corría por mi mejilla, casi tan caliente como la fiebre, y bajé la cabeza. La pistola se cayó de mi mano. Di media vuelta y salí del cuarto. Salí de la sala y mi sobrino me abrazó… Detrás de mí venía él… el innombrabl­e… Óscar, el mal amigo que me robó la vida. Mi sobrino me sonrió. Hiciste lo correcto, tío –me dijo–; Dios debe estar alegre en el cielo”.

“No se ha aplacado mi odio, señora Carmilla, y sé que soy un criminal porque por cincuenta años busqué la muerte de aquel hombre, y sé que por mi deseo ferviente, Dios les dio aquella vida horrible en la que parecen muertos en vida…”

Nota final

En homenaje a un hombre bueno: Herminio del Carmen Yánez Granados. Descanse en paz

No se ha aplacado mi odio, señora Carmilla, y sé que soy un criminal porque por cincuenta años busqué la muerte de aquel hombre, y sé que por mi deseo ferviente, Dios les dio aquella vida horrible en la que parecen muertos en vida…”

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