Enemigos de la ciencia
La lucha que la humanidad ha sostenido para superarse ––y que es parte intrínseca de su naturaleza en cuanto cuerpo vivo social–– ha durado milenios y costado billones de vidas, siendo la causa esencial de esa batalla cuasi sempiterna el enfrentamiento entre dos clases de conceptos del mundo: la visión de quienes incentivan el adelanto del ser humano contra quienes se oponen. En síntesis, vanguardistas contra inmovilistas, transformadores versus defensores del statu quo, conservadores contra progresistas. Idea nada nueva ya que nace desde las tragedias de Sófocles hasta la doctrina marxista –– donde tal lucha es el motor de la historia–– y en gnosis modernas al estilo de la filosofía latinoamericana de la liberación.
Y el escenario donde esa batalla genera más víctimas hace siglos es en el antagonismo entre ciencia y dogma, en particular el religioso, lo que ha traído el atraso y retraso de la evolución de las civilizaciones, díganlo si no, en dos ejemplos, las condenas a Galileo y Bruno, este último sentenciado a la hoguera por la inquisición.
El poder malo resiste a la ciencia porque lo revela y sitúa en exposición pública con verdad, razonamiento y lógica, pues contra estos no hay argumento que los distorsione o invalide. Y de allí que los gobernantes con altura de estadistas busquen a los científicos para que les dirijan los campos donde es imprescindible su dominio: justicia, salud, la economía, otros que si no se manejan con exactos números y ecuaciones generan desastres entre la comunidad.
Excepto en las “banana republics” conducidas por delincuentes, quienes organizan sistemas perversos para usufructuar los bienes de la nación, en específico su erario, y para lo cual nombran en cargos de importancia ––y de manejo de recursos–– a hombres (y mujeres) cómplices o seducidos con el atractivo fulgor de la alta burocracia y sus privilegios,
El poder malo resiste a la ciencia porque lo revela y sitúa en exposición pública con verdad, razonamiento y lógica, pues contra estos no hay argumento que los distorsione o invalide”.
a fin de que firmen cuanto se les ordena y no lo que conviene al país. Acción que la persona de pro ––decente, con severa ética personal–– jamás acataría. Antes bien expondría la denuncia o devolvería el empleo que lo fuerza a convertirse en criminal antes que manchar su honor.
Eso en el plano personal. En el estatal, o sea el colectivo, la pugna entre ciencia y dogma (o maldad) siembra daños innecesarios. Se nombra en secretarías de ministerios a individuos sin formación académica para ello: abogados en áreas de finanzas o vivienda, existiendo especialistas; un veterinario en la de salud; fulanos con diplomados de un semestre en funciones de prevención de desastres; políticos para que manejen pandemias; diputados cuyo único mérito, y por veces inteligencia, es haber ganado un campeonato deportivo. Incluso otorgándoles el beneficio de la duda, su fracaso no es sólo obvio cuando ejercen sino previsible ya que los negocios de Estado merecen a gentes con, en lo posible, la más estricta preparación educativa. Es un pueblo al que guían, no rebaños de vacas.
Claro que la falla es culpa nuestra por votar a mediocres de pelo pintado y a “mediocras” (¡olé al feminismo gramaticalmente errado!) rellenas de bótox. Pero como no hay mal que coquetee con la eternidad, acá vamos otra vez a sufragios para decidir si estamos hartos de lo mismo o queremos más