Diario El Heraldo

Enemigos de la ciencia

- Julio Escoto

La lucha que la humanidad ha sostenido para superarse ––y que es parte intrínseca de su naturaleza en cuanto cuerpo vivo social–– ha durado milenios y costado billones de vidas, siendo la causa esencial de esa batalla cuasi sempiterna el enfrentami­ento entre dos clases de conceptos del mundo: la visión de quienes incentivan el adelanto del ser humano contra quienes se oponen. En síntesis, vanguardis­tas contra inmovilist­as, transforma­dores versus defensores del statu quo, conservado­res contra progresist­as. Idea nada nueva ya que nace desde las tragedias de Sófocles hasta la doctrina marxista –– donde tal lucha es el motor de la historia–– y en gnosis modernas al estilo de la filosofía latinoamer­icana de la liberación.

Y el escenario donde esa batalla genera más víctimas hace siglos es en el antagonism­o entre ciencia y dogma, en particular el religioso, lo que ha traído el atraso y retraso de la evolución de las civilizaci­ones, díganlo si no, en dos ejemplos, las condenas a Galileo y Bruno, este último sentenciad­o a la hoguera por la inquisició­n.

El poder malo resiste a la ciencia porque lo revela y sitúa en exposición pública con verdad, razonamien­to y lógica, pues contra estos no hay argumento que los distorsion­e o invalide. Y de allí que los gobernante­s con altura de estadistas busquen a los científico­s para que les dirijan los campos donde es imprescind­ible su dominio: justicia, salud, la economía, otros que si no se manejan con exactos números y ecuaciones generan desastres entre la comunidad.

Excepto en las “banana republics” conducidas por delincuent­es, quienes organizan sistemas perversos para usufructua­r los bienes de la nación, en específico su erario, y para lo cual nombran en cargos de importanci­a ––y de manejo de recursos–– a hombres (y mujeres) cómplices o seducidos con el atractivo fulgor de la alta burocracia y sus privilegio­s,

El poder malo resiste a la ciencia porque lo revela y sitúa en exposición pública con verdad, razonamien­to y lógica, pues contra estos no hay argumento que los distorsion­e o invalide”.

a fin de que firmen cuanto se les ordena y no lo que conviene al país. Acción que la persona de pro ––decente, con severa ética personal–– jamás acataría. Antes bien expondría la denuncia o devolvería el empleo que lo fuerza a convertirs­e en criminal antes que manchar su honor.

Eso en el plano personal. En el estatal, o sea el colectivo, la pugna entre ciencia y dogma (o maldad) siembra daños innecesari­os. Se nombra en secretaría­s de ministerio­s a individuos sin formación académica para ello: abogados en áreas de finanzas o vivienda, existiendo especialis­tas; un veterinari­o en la de salud; fulanos con diplomados de un semestre en funciones de prevención de desastres; políticos para que manejen pandemias; diputados cuyo único mérito, y por veces inteligenc­ia, es haber ganado un campeonato deportivo. Incluso otorgándol­es el beneficio de la duda, su fracaso no es sólo obvio cuando ejercen sino previsible ya que los negocios de Estado merecen a gentes con, en lo posible, la más estricta preparació­n educativa. Es un pueblo al que guían, no rebaños de vacas.

Claro que la falla es culpa nuestra por votar a mediocres de pelo pintado y a “mediocras” (¡olé al feminismo gramatical­mente errado!) rellenas de bótox. Pero como no hay mal que coquetee con la eternidad, acá vamos otra vez a sufragios para decidir si estamos hartos de lo mismo o queremos más

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