Diario El Heraldo

CARMILLA WYLER Enemistade­s Si la estupidez humana no tiene límites, la maldad va más allá

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Desesperad­os, sus parientes llevaron a don Julio al Hospital Escuela, en un intento por salvarle la vida. Un testigo dijo que don Julio iba caminando por la orilla de la carretera, que se notaba que “venía bolo”, pero no tanto como para no saber lo que hacía.

Salió de la cantina a eso de las ocho de la noche. Allí dijeron que estuvo solo en una mesa, “bebiendo guaro” con limón y sal. Todos lo saludaban con respeto, porque era “don Julio”, uno de los hacendados más ricos de la aldea, pero nadie se le acercaba porque a él le gustaba estar solo. Y solo salió de la cantina para irse para su casa, que estaba a unos mil metros.

La noche era oscura, hacía calor y venía del mar un viento salado que en poco ayudaba a refrescar la atmósfera. Es cierto que había llovido en la tarde, pero la tormenta solo alborotaba el calor, lo que a don Julio no le importaba porque había nacido y crecido allí, y estaba acostumbra­do al fuego que caía del cielo, aunque se estuviera en invierno. Caminaba don Julio por la orilla, y se perdió a lo lejos, rumbo a su casa; pero no llegó nunca.

Su esposa, que siempre lo esperaba, como había hecho por más de cincuenta años de vida juntos, se preocupó porque él no se tardaba más de lo necesario, y a las ocho de la noche ya estaba acostado. Así había sido siempre, porque se levantaba temprano, a las tres o a las cuatro, para ver las vacas, ordeñar, cuidar los animalitos y trabajar en las milpas.

Esa había sido su vida. Pero, ahora, lo llevaban, más muerto que vivo, al Hospital Escuela. Lo habían atropellad­o, pero, cosa curiosa, no se le veían golpes; solo las huellas de las ruedas del carro en el pecho. Así lo dijo el forense, pues, don Julio, cuando llegó a Loarque, en Tegucigalp­a, ya estaba muerto. Lo único que dijo, al final de su vida, fue:

“Domitila… Domitila… Mencho…”

“¿Quién es Domitila?” –preguntó el agente de la DPI que estaba de turno en el Hospital.

“La esposa –le dijo uno de sus hijos–; estuvieron casados cincuenta y dos años”. “Ya. Y ¿quién es Mencho?”

El hombre, de unos cincuenta años de edad, se rascó la parte de atrás de una oreja, miró al suelo, chasqueó los dientes, y dijo, con acento dudoso:

“Pues… es un señor de la aldea… de la otra aldea, donde mi papá tenía la hacienda”.

“Y ¿qué relación tenía con su papá este señor don Mencho?”

“Mire… don Mencho es un hombre casi de la misma edad de mi papá; tendrá unos setenta y dos años, o por ahí anda; se conocen desde hace mucho tiempo, y desde que yo tengo uso de razón, sé que no se querían, aunque se dice que en la niñez eran buenos amigos…”

“Y ¿por qué se enemistaro­n?” “Pues… por mi mamá… Era una cipota, estaban en la misma escuela, o sea, en la escuela de la aldea, y allí se enamoraron… Bueno, los dos se enamoraron de mi mamá… Pero, ella prefirió a mi papá, y desde allí le viene el resentimie­nto a don Mencho”.

“Ajá. Y ¿qué tipo de carro tiene este señor don Mencho?”

“Es un señor rico, tan rico como era mi papá… Y tiene carros… o sea, varios carros… Toyota, Ford, Mitsubishi, camiones…”

“¿Dónde vive?”

“En la otra aldea, más cerca del mar…” “Ya”.

Autopsia

El forense tardó en entregar el informe de la autopsia de don Julio. Dijo que tenía daños severos en los riñones, que tenía estallada la vejiga, el tórax quebrado por aplastamie­nto, daños en el corazón y en los pulmones, y que era un milagro que aquel señor, tan delgado y tan viejo, hubiera sobrevivid­o al accidente”.

“¿Accidente, doctor? ¿Está seguro que fue accidente?”

“A primera vista, eso parece. Un carro, pesado, le pasó por encima. Al menos, dos de las ruedas lo aplastaron contra el suelo; una, le pasó por el pecho; la otra, por el abdomen… Causó daños graves, y la muerte”.

“Bien, pero, ¿fue atropellad­o? ¿Venía el carro a cierta velocidad cuando atropelló al señor?”

“Eso es lo raro –dijo el forense, después de reflexiona­r un rato–; no tiene golpes, de los que son normales en un atropellam­iento. Lo lógico es que el automóvil, viniendo a velocidad contra la víctima, golpee a esta, lanzándolo después a cierta distancia.

El primer golpe, o sea, el primer choque, deja, por supuesto, marcas claras en el lado del cuerpo que fue atacado, incluso, huesos quebrados, heridas, contusione­s, equimosis; y, al caer, más allá, el cuerpo se estrella contra el suelo, y aquí recibe otros golpes, de los que quedan raspones, heridas, más huesos rotos…”

“Y, con don Julio, ¿qué fue lo que pasó? O, lo que pudo haber pasos, quiero decir… Porque está claro que no tiene raspones, huesos quebrados, heridas, contusione­s, ni en el lado donde pudo haberlo golpeado el carro, ni al caer en el suelo; y el lugar donde fue encontrado el señor es una carretera de tierra, donde hay grava, arena, piedras, y, de una u otra forma, alguna señal de golpes, raspones o heridas hubiera encontrado usted en el cuerpo… ¿No es verdad?”

“Así es”.

Creo que lo mataron… O sea, que lo asesinaron, y trataron de simular un accidente, creyendo que la Policía es tonta…

Y no es así…”

“Y, tenemos un testigo que dice que el señor iba caminando por la orilla derecha de la carretera; aunque estaba oscuro, él se guiaba muy bien, después de muchos años de caminar por ahí”.

“¿Qué quiere decir?”

“Que dudo mucho que un carro se le haya venido encima a don Julio…” “¿Entonces?”

“Creo que lo mataron… O sea, que lo asesinaron, y trataron de simular un accidente, creyendo que la Policía es tonta… Y no es así… Aunque estamos muy mal dirigidos por el señor director don Gustavo,

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