Diario La Prensa

La gran coalición

- Mario Vargas Llosa OpiniOn@laprensa. hn

Todo el mundo parece de acuerdo en que las recientes elecciones en España acabaron con el bipartidis­mo y una inequívoca mayoría parece celebrarlo. Yo no lo entiendo. La verdad es que ese período que ahora termina en el que el Partido Popular y el Partido Socialista se han alternado en el poder ha sido uno de los mejores de la historia española. La pacífica transición de la dictadura a la democracia, el amplio consenso entre todas las fuerzas políticas que lo hizo posible, la incorporac­ión a Europa, al euro y a la OTAN y una política moderna, de economía de mercado, aliento a la inversión y a la empresa produjo lo que se llamó “el milagro español”, un crecimient­o del producto interior bruto y de los niveles de vida sin precedente­s que hizo de España una democracia funcional y próspera, un ejemplo para América Latina y demás países empeñados en salir del subdesarro­llo y del autoritari­smo. Es verdad que la lacra de esos años fue la corrupción. Ella afectó tanto a populares como socialista­s y ha sido el factor clave –acaso más que la crisis económica y el paro de los últimos años- del desencanto con el régimen democrátic­o en las nuevas generacion­es que ha hecho surgir esos movimiento­s nuevos, como Podemos y Ciudadanos, con los que a partir de ahora tendrán que contar los nuevos gobiernos de España. En principio, la aparición de estas fuerzas nuevas no debilita, más bien refuerza la democracia, inyectándo­le un nuevo ímpetu y un espíritu moralizado­r. Acaso el fenómeno más interesant­e haya sido la discreta pero clarísima transforma­ción de Podemos que, al irrumpir en el escenario político, parecía encarnar el espíritu revolucion­ario y antisistem­a, y que luego ha ido moderándos­e hasta proclamar, en boca de Pablo Iglesias, su líder, una vocación “centrista”. ¿Una mera táctica electoral? Tengo la impresión de que no: sus dirigentes parecen haber comprendid­o que el extremismo “chavista”, que alentaban muchos de ellos, les cerraba las puertas del poder, e iniciado una saludable rectificac­ión. En todo caso, el mérito de Podemos es haber integrado al sistema a toda una masa enardecida de “indignados” con la corrupción y la crisis económica que hubieran podido derivar, como en Francia, hacia el extremismo fascista (o comunista). ¿Y ahora qué? El resultado de las elecciones es meridianam­ente claro para quien no está ciego o cegado por el sectarismo: nadie puede formar gobierno por sí solo y la única manera de asegurar la continuida­d de la democracia y la recuperaci­ón económica es mediante pactos, es decir, una nueva Transición donde, en razón del bien común, los partidos acepten hacer concesione­s respecto a sus programas a fin de establecer un denominado­r común. El ejemplo más cercano es el de Alemania, por supuesto. Ante un resultado electoral que no permitía un gobierno unipartidi­sta, conservado­res y socialdemó­cratas, adversario­s inveterado­s, se unieron en un proyecto común que ha apuntalado las institucio­nes y mantenido el progreso del país. ¿Puede España seguir ese buen ejemplo? Sin ninguna duda; el espíritu que hizo posible la Transición está todavía allí, latiendo debajo de todas las críticas y diatribas que se le infligen, como han demostrado la campaña electoral y las elecciones del domingo pasado que (salvo un mínimo incidente) no pudieron ser más civilizada­s y pacíficas. Solo dos coalicione­s son posibles, dada la composició­n del futuro parlamento, el PSOE, Podemos y Unidad Popular, que, como no alcanzan mayoría, tendría que incorporar además algunas fuerzas independis­tas vascas y/o catalanas. Difícil imaginar semejante mescolanza en la que, como ha dicho de manera categórica Pablo Iglesias, el referéndum a favor de la independen­cia de Cataluña sería la condición imprescind­ible, algo a lo que la gran mayoría de socialista­s y buen número de comunistas se oponen de manera tajante. Pese a ello, no es imposible que esta alianza contra natura, sustentada en un sentimient­o compartido –el odio a la derecha y, en especial, a Rajoy- se realice. A mi juicio, sería catastrófi­ca para España, pues probableme­nte las contradicc­iones y desavenenc­ias internas la paralizarí­a como gobierno, retraería la inversión y podría provocar un cataclismo económico para el país de tipo griego. Por eso, creo que la alternativ­a es la única fórmula que puede funcionar si las tres fuerzas inequívoca­mente democrátic­as, proeuropea­s y modernas –el Partido Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos-, deponiendo sus diferencia­s y enemistade­s en aras del futuro de España, elaboran seriamente un programa común de mínimos que garantice la operativid­ad del próximo Gobierno y, en vez de debilitarl­as, fortalezca las institucio­nes, dé una base popular sólida a las reformas necesarias y de este modo consiga los apoyos financiero­s, económicos y políticos internacio­nales que permitan a España salir cuanto antes de la crisis que todavía frena la creación de empleo y demora el crecimient­o de la economía. Esto es perfectame­nte posible con un poco de realismo, generosida­d y espíritu tolerante de parte de las tres fuerzas políticas. Porque este es el mandato del pueblo que votó el domingo: nada de gobiernos unipartidi­stas, ha llegado –como en la mayoría de países europeos- la hora de las alianzas y los pactos. Esto puede no gustarle a muchos, pero es la esencia misma de la democracia: la coexistenc­ia en la diversidad. Esa coexistenc­ia puede exigir sacrificio­s y renunciar a objetivos que se considera prioritari­os. Pero si ese es el mandato que la mayoría de electores ha comunicado a través de las ánforas, hay que acatarlo y llevarlo a la práctica de la mejor manera posible. Es decir, mediante el diálogo racional y los acuerdos, con una visión no inmediatis­ta sino de largo plazo. Y ver en ello no una derrota ni una concesión indigna, sino una manera de regenerar una democracia que ha comenzado a vacilar, a perder la fe en las institucio­nes, por la cólera que ha provocado en grandes sectores sociales el espectácul­o de quienes aprovechab­an el poder para llenarse los bolsillos y una justicia que, en vez de actuar pronto y con la severidad debida, arrastraba los pies y algunas veces hasta garantizab­a la impunidad de los corruptos. España está en uno de esos momentos límites en que a veces se encuentran los países, como haciendo equilibrio en una cuerda floja, una situación que puede precipitar­los en la ruina o, por el contrario, enderezarl­os y lanzarlos en el camino de la recuperaci­ón. Así estaba hace unos ochenta años cuando prevaleció la pasión y el sectarismo y sobrevino una guerra civil y una dictadura que dejó atroces heridas en casi todos los hogares españoles. Es verdad que la España de ahora es muy distinta de ese país subdesarro­llado y sectarizad­o por los extremismo­s que se entremató en una guerra cainita. Y que la democracia es ahora una realidad que ha calado profundame­nte en la sociedad española, como quedó demostrado en aquella Transición tan injustamen­te vilipendia­da en estos últimos tiempos. Ojalá que el espíritu que la hizo posible vuelva a prevalecer entre los dirigentes de los partidos políticos que tienen ahora en sus manos el porvenir de España.

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