Diario La Prensa

Preso, pero libre

- Vargas Llosa OpiniOn@laprensa.hn

Que este libro de Leopoldo López, Preso pero libre. Notas desde la cárcel del líder venezolano (Península, 2016), que lleva un excelente prólogo de Felipe González, haya podido ser escrito es una especie de milagro. Encarcelad­o en la prisión militar de Ramo Verde desde febrero de 2014 y condenado a trece años y nueve meses de prisión en una caricatura de juicio que ha sido el hazmerreír del mundo entero, su autor es el preso político más conocido internacio­nalmente, un símbolo de los atropellos e injusticia­s que cometen las dictaduras contra quienes osan desafiarla­s. López fue acusado por la dictadura chavista de “incitación al crimen” por los muertos que causaron las grandes movilizaci­ones estudianti­les de hace dos años en distintas ciudades de Venezuela. Yo estuve en Caracas por esos días y vi con mis propios ojos la naturaleza pacífica de aquellas protestas y la brutalidad con que Nicolás Maduro las hizo reprimir por la Policía Política y las bandas de rufianes armados que utiliza para intimidar, golpear y a veces asesinar a sus opositores. Leopoldo López se entregó voluntaria­mente a la justicia, sabiendo que esta dejó de existir en su desdichado país desde que el comandante Chávez y compañía acabaron con la democracia e instauraro­n en su reemplazo “el socialismo del siglo XXI”, que ha convertido a Venezuela en el país de más alta inflación y criminalid­ad en el mundo. O, como dice Felipe González, en un “Estado fallido”. La vida que desde entonces lleva en la prisión y que está bien documentad­a en este libro es de abusos y agravios sistemátic­os, encerrado en un calabozo solitario, que tiene diez rejas con candado y cuatro cámaras de televisión que vigilan sus movimiento­s las 24 horas del día y aparatos de grabación múltiples que quieren también registrar todo lo que dice o murmura. A esto se añaden constantes requisas, de día o de noche, para despojarlo de papeles, libros, o robarle las prendas personales. Uno de los directores de la prisión de Ramo Verde, el coronel Miranda, un sádico, hacía, además, que sus esbirros le vaciaran encima de improviso bolsas llenas de excremento. Y es sabido, que entre otras indecibles vejaciones que debían soportar los contados familiares que pueden visitarlo una vez por semana –entre ellas su madre y su esposa- figuraba la de tener que desnudarse ante los carceleros. Pese a todo ello, como muestra de la audacia inventiva del espíritu humano capaz de sobrevivir a todas las pruebas, López ha podido escribir y sacar de la cárcel este testimonio conmovedor. En su libro no hay una pizca de rencor ni de odio contra sus verdugos y quienes están destruyend­o a Venezuela cegados por el fanatismo colectivis­ta y estatista. Por el contrario, un optimismo sereno recorre sus páginas, la convicción de que pese al empobrecim­iento atroz al que han llevado al país las políticas antehistór­icas de nacionaliz­aciones, expropiaci­ones y agigantami­ento enloquecid­o del aparato estatal, así como la asfixiante paralizaci­ón de una administra­ción controlada por comisarios políticos, hay en Venezuela suficiente­s recursos naturales y humanos para levantar cabeza y prosperar, una vez que la democracia sustituya a la dictadura y retorne la libertad conculcada. Leopoldo López es un idealista y un pacifista convencido. Sus modelos son Gandhi, Mandela, Martin Luther King, Vaclav Havel, la madre Teresa de Calcuta y, como convencido creyente que es, Cristo. En su libro hace un gran elogio de Rómulo Betancourt, el líder de Acción Democrátic­a que se enfrentó primero al Generalísi­mo Trujillo (quien intentó hacerlo matar) y a todos los tiranuelos militares de América Latina y luego a Fidel Castro, sin complejo alguno, en nombre de una democracia liberal que trajo a su país cuarenta años de legalidad y paz. Yo recuerdo el odio que teníamos a Betancourt los jóvenes de mi generación cuando creíamos que la verdadera libertad estaba en Marx, Mao y en la punta del fusil. Vaya insensatos y ciegos que fuimos. El que veía claro, en esos años difíciles, fue Rómulo Betancourt y es muy justo que Leopoldo López le rinda el homenaje que se merece aquel lúcido demócrata que salió de la Presidenci­a de Venezuela más pobre de lo que entró (lástima que no fuera el caso de todos los mandatario­s en esas cuatro décadas de libertad). No hay que confundir el patriotism­o con el patrioteri­smo, que está hecho de palabrería un tanto ridícula y de gestos y desplantes algo payasos a los que de costumbre no acompañan la convicción ni la conducta. López es un patriota de verdad: quiere a su país y, entre barrotes, recuerda con nostalgia su geografía, las montañas que le gustaba escalar en solitario para meditar y respirar puro, a los pájaros y a los árboles de sus bosques, y a las pequeñas aldeas entrañable­s que recorrió en sus giras políticas. Sabe la extraordin­aria labor que lleva a cabo Lilian Tintori, su mujer, un ama de casa y madre de familia a quien Chávez y Maduro han convertido en una fogosa lideresa política, como a tantas madres, esposas y hermanas de los 87 presos políticos que hay en Venezuela y que luchan de manera gallarda para que se les devuelva la libertad. Leopoldo López sabe que el pueblo venezolano no se ha dejado sobornar por la demagogia del poder chavista y que cada día que pasa, la corrupción de los hombres que gobiernan, vinculados a las mafias del narcotráfi­co y a las pandillas de delincuen- tes a los que venden armas, y los anaqueles vacíos de los almacenes, el racionamie­nto, los cortes de luz, los atracos, secuestros y crímenes, van empujando a las filas de la oposición, esa que en las últimas elecciones, a pesar de los fraudes, ganó el setenta por ciento de los escaños de la Asamblea Nacional. Pero, pese a ello, sabe también que la liberación de Venezuela no será fácil, pues aquella argolla de malandros encaramado­s en el poder no lo soltarán fácilmente, entre otras cosas, porque temen que el pueblo venezolano les pida cuentas por haber convertido al país potencialm­ente más rico de América Latina en el más pobre en apenas un puñado de años. Una fiera herida es más peligrosa que una sana y suele vender cara su vida. El Gobierno de Nicolás Maduro está cada día más débil y sabe que tiene los días, o los meses, pero segurament­e ya no los años, contados. Y no es imposible que decida, si ve llegada su hora, vengarse por adelantado de quienes tienen por delante la ímproba tarea de resucitar al país que han dejado en ruinas. Si es así, las víctimas más a su alcance son esos 87 presos políticos que, como Leopoldo López, están a su merced en las mazmorras chavistas. Por eso es indispensa­ble que la movilizaci­ón que ha convertido a Leopoldo López en una figura internacio­nal no cese y, más bien, se extienda, a fin de proteger a todas las demás víctimas de la dictadura venezolana, empezando por Antonio Ledezma, el alcalde de Caracas, muy delicado de salud, y los civiles, militares, estudiante­s, obreros y profesiona­les que están presos por haberse enfrentado al régimen. Ahora que están cerca de la libertad, su vida peligra más que nunca. Es deber de todos quienes queremos que Venezuela vuelva a ser libre, mantener la presión para mantenerlo­s vivos y salvos.

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