Diario La Prensa

Un burrito, el trono

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U n día como hoy, hace ya más de dos mil años, Jesús de Nazaret, aquel que siendo Hijo de Dios también era hijo de un carpintero, Dios y hombre a la vez, entró en Jerusalén montado en un sencillo burrito. La humildad del Nazareno lo llevó a escoger como cabalgadur­a no un brioso corcel o un elegante camello, sino un joven asno, un animal acostumbra­do al trabajo duro, a aguantar largas jornadas y a un trato no siempre amable. Los judíos que llegaban a la ciudad en la que estaba su sitio de adoración por excelencia, el templo, salieron al encuentro de este peculiar peregrino que se había hecho famoso por su predicació­n y por sus milagros. Aquellos hombres, mujeres y niños, cortaron ramas de palma y olivo y salieron a recibirlo en multitudin­aria comitiva y reconocien­do en Cristo al Mesías. Todos sabemos cómo, apenas unos días después, convertida en encrespada y fanática caterva, aquella misma muchedumbr­e exigía la muerte de Jesús, el nazareno. Pero no nos adelantemo­s a los hechos. Hoy la cristianda­d celebra con regocijo la entrada triunfal más importante de la historia, aquella que marcara el preámbulo de la acción salvífica que luego se consumaría en el Calvario. Aquel primer Domingo de Ramos marcó el devenir de la humanidad para siempre. Si usamos un poco la imaginació­n, podemos suponer lo que podría haber pasado por la cabeza del aquel jumento en aquellas circunstan­cias. Es posible que no tuviera plena conciencia de quién se trataba aquel personaje que posaba sobre su lomo, lo acariciaba y lo tiraba suavemente del ronzal. Triste habría resultado que el burro pensara que los gritos de júbilo y las exclamacio­nes de alabanza eran para él; qué ridículo enorme habría hecho si se hubiera puesto a dar saltos y a rebuznar; segurament­e Jesús habría descendido de él, la gente se habría alejado de aquel lugar e ido a seguir a Nuestro Señor y el burro se habría quedado solo y caído en cuenta que los vítores no eran para él, que no tenía más remedio que volver a la faena y olvidar sus ínfulas y deseos de gloria. En memoria de aquella inolvidabl­e jornada, millones de cristianos en el mundo entero salen a las calles a mover cadenciosa­mente las infaltable­s palmas en nutridas procesione­s. A veces un hombre joven representa a Jesús, a veces una imagen sagrada lo sustituye, pero, en ambos casos se procura que el burrito no falte. Ojalá que hoy que veas una procesión no solo te inspire piedad la imagen, de carne y hueso o de madera, sino también te conmueva aquel asno joven que sin saber a quién lleva sobre sus lomos baja la cabeza y está dispuesto a ser dócil, a obedecer la voluntad de Dios.

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