Diario La Prensa

Interiorid­ades de un secuestro

- Rómulo Emiliani unmensaje_alcorazon@yahoo.com

Eran las 3:40 de la tarde, en un día soleado. Esta joven señora salió de su casa para asistir a una reunión de la escuela del hijo menor. Un gran tráfico había en la ciudad y para colmo un accidente en una calle causó gran embotellam­iento de autos, y decidió tomar por una calle menos transitada, aunque de más largo trayecto. La seguía un carro con vidrios polarizado­s y de color negro. En una intersecci­ón el carro negro se adelantó e impidió que la señora avanzara. Se bajan dos hombres armados y rompen un vidrio del carro, sacan a la señora y a empujones la meten en el otro carro. Es un secuestro. Ya por la noche piden un millonario rescate. El esposo tenía negocios de exportació­n de frutas y no manejaba mucho efectivo por razón de que en tres meses recibía el pago de sus ventas. Zozobra en la casa. Son cuatro niños. Toda la familia se congrega en el hogar. Comienza la negociació­n. Llamadas breves. Amenazas de matar a la señora. Comienza una cadena de oración intensa en diferentes grupos de iglesia. El marido no es hombre de fe como sí es su esposa. Los niños oran con sus familiares. No van a la escuela esos días. Gran tensión en la familia. Ella cuenta que la llevaron a una casa en un vecindario muy popular, ya que escuchaba voces de niños, gallinas, perros. Todo el tiempo de su cautiverio estuvo vendada, un “tape” en la boca y atadas las manos. Los tres primeros días no pudo siquiera bañarse. Al cuarto día una señora, miembro de la banda criminal, entró con ella al baño. No la dejaban sola nunca. ¿Y qué hizo ella? Lo primero, trató de calmarse y pensar en su familia, sobre todo en sus cuatro hijos. Segundo, empezó a respirar honda y pausadamen­te, siguiendo una vieja técnica de meditación. Y los doce días del secuestro repitió constantem­ente: “Jesús, en ti confío”. Poco a poco le fue invadiendo una gran paz en su alma y el miedo fue desapareci­endo. En momentos le volvía una sensación de pánico y pensaba que nunca volvería a ver a sus hijos. Pero entonces repetía con más intensidad el “Jesús, en ti confío”. A veces el calor se hacía insoportab­le. En ocasiones lloraba tratando de que sus captores no lo notaran. Dos veces le dijeron que las negociacio­nes iban bien y que pronto la liberarían. Pero pasaban los días y nada. Su marido tuvo que vender acciones, dos camiones, pedir dinero prestado, empeñar las joyas de la familia y sacar hasta el último centavo de sus cuentas de banco. Esta señora recordó una anécdota de la guerra de Vietnam, cuando un alto oficial norteameri­cano contaba que estuvo dos años preso en una pequeña celda donde a duras penas podía mantenerse en pie por pequeña que era y siempre solo. Él para mantener la cordura y no desesperar­se, repasaba mentalment­e todos los juegos de golf posibles, desde caminar buscando la pelota, tirar al hoyo, medir las distancias, golpear la pelota, y así, inclusive sintiendo la brisa y el sol del campo de golf. Y claro, de hombre incrédulo, empezó a rezar y pedir a Dios por su liberación. Ella empezó a repasar todos los pasos, movimiento­s y tiros del luego de tenis. Se vio jugando sola contra un contrario, o en pareja, contra otras dos. Sentía la brisa y el sol del campo de tenis. Así pasaba las horas. Al quinto día empezó a rezar por sus secuestrad­ores, pidiendo la conversión de ellos, que se les ablandara el corazón. Al séptimo día sintió en lo profundo del alma que los perdonaba. Ya no sintió miedo por un tiempo. Al décimo día empezó a tener una crisis muy intensa. Creía que no la iban a liberar por la falta de dinero y que la matarían. Volvió a llorar, sobre todo pensando en sus hijos pequeños. En eso, uno de los hombres se le acerca y le dice: “señora, no llore. Usted va a salir libre. No queremos matarla. Crea en Dios”. Ella quedó extrañada, porque todavía recordaba los empujones y golpes en la cabeza que recibió cuando la capturaron. Y ese señor, por la voz lo reconoció, había sido uno de los más groseros. A todo eso su marido, que nunca iba a misa, era uno de los que más intensamen­te rezaba en la casa con un grupo de oración que todos los días iba a acompañarl­os. Y el día doce la liberan. El reencuentr­o con su familia fue inolvidabl­e. Ahora están más unidos que nunca, teniendo a Dios en medio, con quienes son ellos invencible­s.

“El rEEncuEntr­o con la familia fuE

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