¿Y dónde están los padres?
Cada vez que se reporta un acto violento en un centro de enseñanza o se descubre, como recientemente ha sucedido, que algún estudiante consume o trafica drogas dentro de él, la pregunta que no dejamos de plantearnos es: ¿dónde están los padres de estos muchachos? La escuela o el colegio cumple una misión claramente delimitada por las competencias que le corresponden. Si bien es cierto, el clima escolar y los profesores y el personal de apoyo que laboran en un centro educativo transmiten, de manera más o menos indirecta, valores o antivalores, son los padres y madres de familia los responsables directos de inculcar en sus hijos principios como el respeto o la tolerancia, y de promover en la familia la práctica de los hábitos éticos que los habilitan para convivir armónicamente en sociedad. Es cierto que la situación de muchas de las familias hondureñas no es la ideal. Casi la mitad de los niños y jóvenes están creciendo solo con uno de sus progenitores, la madre en la mayoría de los casos, y la dinámica al interno del hogar no siempre es óptima. Arrastramos taras que, como el machismo, genera violencia en el núcleo familiar, además de una serie de condicionamientos, como el desempleo o la inseguridad, que obstaculiza la buena crianza de la prole. Da la impresión que, en este contexto, difícilmente se puede exigir a las familias que cumplan a cabalidad su rol de primeras formadoras de personas. Sin embargo, resulta innegable que no hay otra entidad social que esté más capacitada que ellas para hacerlo. Es evidente que falta, entre los padres, mayor conciencia de su responsabilidad. Y esto en todos los estratos sociales y niveles de formación académica. Porque situaciones de violencia y consumo y tráfico de drogas no solo se da en las instituciones del sector público. Entre las familias de menores ingresos, el pluriempleo, la emigración de uno o ambos padres, entre otras cosas, impide que la influencia benefactora de los padres sea mayor y más efectiva; en el otro extremo del panorama, los compromisos de diversa índole, laborales o sociales, también generan una brecha que impide la transmisión de valores. De alguna manera, en la actualidad, la escuela debe cumplir una labor sustitutiva que, en estricta justicia, no le corresponde; pero, así como están las cosas, no tiene más remedio que prepararse mejor para desarrollar un papel formativo que supera a sus obligaciones académicas. Lo óptimo, lo ideal, es que familia y escuela trabajen juntos no solo para rescatar a los que parecen perderse, sino para adelantarse y realizar un trabajo preventivo que evitará mucho dolor y muchas lágrimas.