Más necesaria que nunca
En los últimos días, los diferentes medios de comunicación, LA PRENSA también, han dado a conocer al público distintos actos de violencia criminal suscitados dentro de los núcleos familiares. Uno de los más recientes ha sido el de una maestra asesinada por su propio esposo, el que luego fue encontrado también muerto. Pareciera que la familia no ha estado exenta del proceso de descomposición social que se ha padecido, local y globalmente, y que ha dejado de ser el ámbito cálido y acogedor en el que todos aspiramos a nacer, crecer y morir. El tema de la violencia intrafamiliar es ventilado con frecuencia, de modo que se corre el riesgo que, en el imaginario común, se instale un concepto de familia totalmente deformado y absolutamente contrario al que debería ser. Porque podría llegarse a pensar que es ella la fuente de todos los males y que ha dejado de ser la natural transmisora de valores y el mejor lugar para formarnos como personas. Se comete un error cuando se confunden los defectos de las personas con los de las instituciones. En este caso, es posible que un miembro de un núcleo familiar padezca algún tipo de trastorno que dificulte la convivencia, incluso que la vuelva violenta e imposible, dañina para el resto de los demás, pero no por eso va a juzgarse como nefasta la institución familiar. Eso sería juzgar el todo por una de sus partes y, por lo tanto, se partiría de premisas equivocadas. En medio de la violencia y la descomposición social, es precisamente que la familia se vuelve más necesaria que nunca. Porque no ha surgido, ni surgirá, otra sociedad intermedia en la que se dé una preocupación sincera por el ser humano y en la que los vínculos superen criterios como el rendimiento, la inteligencia o la belleza física. En otras palabras, mientras en el trabajo nos valoran por la utilidad que prestamos o en la vida social por el placer que causamos, en una familia sana, como son la mayoría, nos aceptarán incondicionalmente y nos tendrán cariño por ser quienes somos: padres, hijos, hermanos, abuelos, nietos, etc. y no por cómo somos o por lo que poseemos, en el sentido más amplio. Si hay un camino posible para superar la descomposición social, ése pasa, forzosamente, por la familia. Pero las familias sanas y sólidas solo serán posibles si cada uno de sus miembros con un criterio bien formado, se esfuerza por cumplir su rol de la manera más eficaz posible. Si esta convicción crece entre la ciudadanía, habrá esperanza. No dudemos ni un instante.