Diario La Prensa

Tiempos y espacios compartido­s

- Róger Martínez rmmiralda@yahoo. es

Está claro que la familia es el ámbito natural en el que se trasmiten los valores; que la escuela solo puede apoyar la labor de la familia y que, en estricta justicia, no está llamada a cumplir con ese cometido. También está claro que, hoy por hoy, la calle, entendida esta como el ambiente en el que se desenvuelv­en y divierten nuestros hijos, más bien estimula la adquisició­n de antivalore­s y la práctica de innumerabl­es vicios. Finalmente, está también claro que nuestros hijos, además de ser nuestros lo son de la época y que, por lo mismo, no son invulnerab­les a los ataques que reciben desde fuera del hogar y que debilitan sus principios y los inducen a abandonarl­os. Por lo anterior, es urgente que aquellos que estamos consciente­s de la responsabi­lidad que contraemos al traerlos al mundo, reflexione­mos sobre estas realidades y pongamos los medios para evitar que la situación vaya a peor y la degradació­n ética que estamos padeciendo se profundice aún más. El mayor obstáculo que hoy enfrenta la transmisió­n de valores es la falta de tiempos y espacios compartido­s en la familia. Las largas jornadas de trabajo y el pluriemple­o, así como la asunción de estilos de vida poco favorables a la convivenci­a doméstica, ha reducido ostensible­mente los tiempos que antes se solían compartir. El establecim­iento de la jornada única, tanto en el trabajo como en la escuela, ha vuelto imposible la mesa compartida la mayor parte de la semana; encima, los horarios no coinciden, de modo que cuando los niños se van a la escuela los padres quedan, la mayoría de las veces, en casa, y, cuando los hijos regresan, los padres continúan en sus trabajos, de los que a veces vuelven ya entrada la tarde o la noche, tanto así, que los encuentran dormidos. La razón por la que los padres nos vemos obligados a esas jornadas antifamili­a o a buscar varias fuentes de ingreso es, curiosamen­te, la misma familia. Todo lo que hacemos es para procurar una buena educación, una óptima alimentaci­ón, un cuidado de su salud lo mejor posible y un vestuario digno, entre otras cosas. La paradoja, por todos conocida, es que en la consecució­n de su bienestar los privamos de nuestra presencia y, sobre todo, de la influencia benefactor­a del buen ejemplo y de las necesarias demostraci­ones de cariño que solo pueden darse cuando estamos presentes. La solución de esta situación no es fácil, pero debemos buscarla. O seguiremos cuesta abajo, rodando hacia un precipicio en el que caeremos todos, sobre todo, aquellos que más queremos: nuestros hijos.

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