Tiempos y espacios compartidos
Está claro que la familia es el ámbito natural en el que se trasmiten los valores; que la escuela solo puede apoyar la labor de la familia y que, en estricta justicia, no está llamada a cumplir con ese cometido. También está claro que, hoy por hoy, la calle, entendida esta como el ambiente en el que se desenvuelven y divierten nuestros hijos, más bien estimula la adquisición de antivalores y la práctica de innumerables vicios. Finalmente, está también claro que nuestros hijos, además de ser nuestros lo son de la época y que, por lo mismo, no son invulnerables a los ataques que reciben desde fuera del hogar y que debilitan sus principios y los inducen a abandonarlos. Por lo anterior, es urgente que aquellos que estamos conscientes de la responsabilidad que contraemos al traerlos al mundo, reflexionemos sobre estas realidades y pongamos los medios para evitar que la situación vaya a peor y la degradación ética que estamos padeciendo se profundice aún más. El mayor obstáculo que hoy enfrenta la transmisión de valores es la falta de tiempos y espacios compartidos en la familia. Las largas jornadas de trabajo y el pluriempleo, así como la asunción de estilos de vida poco favorables a la convivencia doméstica, ha reducido ostensiblemente los tiempos que antes se solían compartir. El establecimiento de la jornada única, tanto en el trabajo como en la escuela, ha vuelto imposible la mesa compartida la mayor parte de la semana; encima, los horarios no coinciden, de modo que cuando los niños se van a la escuela los padres quedan, la mayoría de las veces, en casa, y, cuando los hijos regresan, los padres continúan en sus trabajos, de los que a veces vuelven ya entrada la tarde o la noche, tanto así, que los encuentran dormidos. La razón por la que los padres nos vemos obligados a esas jornadas antifamilia o a buscar varias fuentes de ingreso es, curiosamente, la misma familia. Todo lo que hacemos es para procurar una buena educación, una óptima alimentación, un cuidado de su salud lo mejor posible y un vestuario digno, entre otras cosas. La paradoja, por todos conocida, es que en la consecución de su bienestar los privamos de nuestra presencia y, sobre todo, de la influencia benefactora del buen ejemplo y de las necesarias demostraciones de cariño que solo pueden darse cuando estamos presentes. La solución de esta situación no es fácil, pero debemos buscarla. O seguiremos cuesta abajo, rodando hacia un precipicio en el que caeremos todos, sobre todo, aquellos que más queremos: nuestros hijos.
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