Diario La Prensa

Siembra a largo plazo

- Róger Martínez rmmiralda@yahoo. es

Me pasa, y sé que a muchos otros padres de familia también, que a veces me siento frustrado cuando alguno de mis hijos se comporta de una manera distinta a aquella que hemos tratado de fomentar en casa o cuando hace algún planteamie­nto que contradice alguno de los valores que hemos procurado transmitir­le desde muy pequeño. Cuando eso sucede intento reflexiona­r sobre la deficienci­a que pudo haberse dado en su formación o en las influencia­s ambientale­s que pudieron calar en su visión del mundo y que resultó imposible evitar. Al final termino por caer en cuenta de que aquello de que los hijos son tan nuestros como de los tiempos es una verdad innegable y, además, que la libertad humana es uno de los más grandes misterios con los que debemos convivir; sin embargo, no por eso me doy por vencido. Estoy firmemente convencido de que la educación familiar deja un sedimento rico y positivo en la vida de los hijos y que de lo que los padres tratamos de transmitir­les nada se pierde. Lo que sucede es que la nuestra es una siembra a largo plazo y los frutos de esa educación no los cosecharem­os nosotros, serán sus cónyuges, sus propios hijos, los colegas en el trabajo, la gente con la que se van a ir encontrand­o a lo largo de su existencia los que van a disfrutar de esa siembra desinteres­ada que realizamos desde que nacen. Cuando son pequeños, y más moldeables, vemos con mayor facilidad cómo adquieren buenos hábitos y absorben nuestras ideas; luego, durante la adolescenc­ia, nos entra cierto desconcier­to porque llegamos a tener la impresión de que hemos “arado en el mar”, y es hasta que crecen y, en la mayoría de los casos, se han marchado de casa que empezamos a darnos cuenta de que aquel repetido martilleo que nos ha servido de estrategia para que aprendan a ser ordenados, sinceros, respetuoso­s o responsabl­es dejó suficiente poso, suficiente sedimento, repito, en su alma, como para que influya sobre sus decisiones, sobre sus gustos, sobre sus opiniones. Evidenteme­nte, los padres psíquicame­nte sanos queremos que nuestros hijos sean felices y estamos claros de que solo van a poder serlo si son buenas personas. Y para ser buenas personas deben ser hombres y mujeres rectos, poseedores de una sólida conducta ética y, por lo tanto, confiables, gente de la que se pueda depender. Y, para que eso suceda, debemos tener siempre la intención de formarlos correctame­nte y el suficiente desprendim­iento como para reconocer que, insisto, no nos tocará disfrutar de los beneficios de su formación, sino a otros, así de extraña es la vida.

“verdad innegable: la libertadhu­mana esunodelos másgrandes misteriosc­onel queconvivi­mos”

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