Reformas electorales y democracia
Durante años nos han engañado y nos hemos engañado. En Honduras, la democracia es un proyecto inicial, así como el capitalismo es un modelo inexistente, por ello resulta risible oír que “ha fallado la democracia”. No puede fallar lo inexistente o, en el caso de algunos exaltados, mecánicos lectores de cuadernillos económicos parvularios, el decir que los problemas económicos son fruto del fracaso del neoliberalismo, pues simplemente no se han aplicado políticas liberales siquiera que vayan más allá de las que imaginaron Rosa y Soto a finales del siglo XIX. Ahora, cuando el “modelo” político entró en crisis en 2017, con una reelección ilegal pero consentida por todas las formaciones políticas, en vez de ir a las causas se sigue jugando por las bandas. Y el juguete son los reformas electorales que, hasta donde hemos leído, lo único que busca es ahondar sobre lo mismo: que los partidos políticos sean los que dirijan los procesos electorales, en la medida en que tengan representación en los organismos especializados. Al margen de reconocer que el sistema funcionó bastante bien durante muchos años hay que reconocer que, en la medida en que el Partido Liberal entró en crisis, afectado por la traición de Manuel Zelaya y la consiguiente “invención” de un nuevo partido político, el hecho ha desquiciado las bases que sostienen el modelo electoral hondureño. Aunque la cosa es simple, como siempre le andamos buscando tres patas al gato, sabiendo que tiene cuatro. Hasta ahora no hemos leído –fuera de las bromas sabrosas en contra de David Matamoros que circulan en las “redes”– un informe que nos muestre las debilidades del Tribunal Supremo Electoral, especialmente en su capacidad para darnos, en tiempo y forma, resultados confiables y por ello aceptables por la ciudadanía. Y como aquí nadie tiene memoria, se ha desarrollado la idea de que ello es imposible, por lo que hay que buscar a la OEA y la ONU, que están de moda para todo, para que nos vengan a decir qué es lo que tenemos que hacer los hondureños. Y como parecemos muchachos con biberón nos han vendido un par de productos de dudosa calidad. El primero es que hay que sacar a los partidos políticos de las mesas electorales, cuando no es allí en donde está el problema. Ni siquiera los campesinos, que algunos creen que son tontos, matan las culebras cortándoles la cola y dejándoles intacta la cabeza. Y lo segundo es que, pasando de puntillas que la “cabeza” está manejada por los partidos políticos, lo que buscan es cómo acomodar a Libre en el TSE, bajo el concepto que barriga llena, corazón contento o que, si se le da la llave a los ladrones, nadie puede acusar a nadie. Como consolación, nos dicen que separarán la función ejecutiva del TSE de la tarea de juez, que juzgue los reclamos electorales. Y como esto es razonable y lógico, por ese camino quieren que olvidemos una cuestión muy peligrosa que ha venido ocurriendo. La centralización del TSE ha anulado la mesa electoral, a los tribunales municipales y departamentales. El proceso que se realizó en 1992 fue muy eficiente: no se contrató a ninguna firma del exterior –excusa para el enriquecimiento de algunos “próceres” de la política criolla–, sino que simplemente con la tecnología local comunicacional de Hondutel sumar los resultados de las actas departamentales. Claro, cuando lo que se quiere es hacer trampa o, incluso, cuando los resultados son ajustados, como en noviembre del año pasado, hace falta credibilidad local, sin depender en forma exagerada de las opiniones de los observadores internacionales, que no pueden estar por encima de la ciudadanía y del juicio de los hondureños. El Congreso Nacional debe estudiar el asunto con el mayor cuidado. Escrudiñar los proyectos de los “expertos” locales y aceptar complementariamente la asesoría internacional, pero, fundamentalmente, usar la experiencia de los diputados, sus conocimientos particulares, haciendo lo que mejor le conviene a Honduras, sin copias perrunas, cuidando los dineros públicos, y no aprovechar el problema electoral para darle contenido a la mendicidad internacional, puesto que el que paga la música, al final de cuentas, es quien determina las melodías y la hora en que terminará el baile.
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