¿Qué nos pasó?
Mi viejo, un olanchano de proverbial honradez, no se cansó nunca de repetirnos que el dinero mal habido tarde o temprano era causa de vergüenza pública. Y qué razón tenía. Basta con ver los rostros de algunos que han tenido la mala suerte de ver descubiertos sus malos manejos para reconocer la verdad que aquella expresión tenía. La exposición al juicio público, debido a procederes moralmente reprobables, es, tal vez, la lección más dura que la vida puede depararnos. Lo triste es que no faltan, entre los que han resultado embarrados en claros actos de corrupción, hombres y mujeres procedentes de familias “honorables”, gente que tenía prestigio profesional, que era económicamente solvente, y que, como se diría, no tenía necesidad de robar. Y, encima, no se trata de una o dos personas sino de muchas más de las que nos podríamos imaginar. Yo me pregunto: ¿qué nos pasó?, ¿cuándo perdimos el norte?, ¿cuándo se nos olvidaron el ejemplo y las palabras de nuestros padres?, ¿en qué momento aquel dicho popular “pobre pero honrado” nos resultó estúpido o insuficiente y ridículo como resorte ético? Cuando he visto en el diario o la televisión, o escuchado en la radio, el nombre de un nuevo desafortunado expuesto al escarnio popular, invariablemente me pregunto si sus padres están vivos y de lo que deben estar sufriendo si así es. Porque todos los padres soñamos con el triunfo de los hijos, pero no a cualquier precio. Sacrificamos nuestros propias aspiraciones y planes para darles mejores oportunidades que las que tuvimos nosotros, tratamos de darles el mejor ejemplo, nos quitamos el bocado de la boca con tal de hacer posible su felicidad... y, por supuesto, no esperamos que terminen en la portada de un diario a causa de acciones dolosas. Esta situación debe llevarnos a la reflexión. No podemos continuar aportando a la sociedad hombres y mujeres inescrupulosos, enfermizamente deseosas de acumular bienes materiales, frívolas a más no poder y cuya máxima aspiración vital es lograr una existencia cómoda, llena de lujos y vanidades. Los padres no podemos trasmitir a los hijos antivalores como la ambición desmedida o el desprecio a los sufrimientos y necesidades ajenas; porque si hacemos eso no sólo estamos condenándolos a la vergüenza y el posible ostracismo sino causando daño a la sociedad entera. En Honduras, además, hay demasiada gente necesitada como para que vivamos a espaldas de ella. No debemos fomentar la indiferencia y el egoísmo. Porque, tarde o temprano, que no nos quepa duda, se volverán en su contra.
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