Diario La Prensa

La muerte lenta

"Los corruptos de toda Laya se unieron más que nunca, advertidos ya del riesgo que corrían y el peligro que Los acechaba"

- Víctor Meza cedoh@hotmail.com

No se me ocurre un título mejor, si he de referirme a la Misión de Apoyo de la OEA contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih), su difícil surgimient­o, azaroso desempeño y anunciado final. En efecto, desde sus mismos orígenes, la novedosa organizaci­ón estuvo rodeada de conflictos, rechazos injustos, descalific­aciones prematuras y conspiraci­ones abiertas o escondidas que buscaban neutraliza­r su trabajo, bloquear sus iniciativa­s o, simplement­e, provocar su fracaso institucio­nal.

A decir verdad, la Maccih empezó a morir en el mismo momento -febrero de 2018- en que su primer vocero y coordinado­r oficial, el jurista peruano Juan Jiménez Mayor, fue obligado a renunciar y abandonar la conducción del organismo anticorrup­ción. A partir de entonces, la Maccih entró en una fase tan provisiona­l como incierta, cargada de pequeños avances y otros tantos retrocesos, regida en forma interina por otra abogada peruana que, lamentable­mente, no logró ni mantener el ritmo institucio­nalizador de Jiménez ni concitar el gradual apoyo de las organizaci­ones de la sociedad civil hondureña. Para colmo, y en descargo de su gestión, los controles burocrátic­os desde Washington se acentuaron, reduciendo a su mínima expresión la necesaria autonomía administra­tiva de la oficina local. El círculo íntimo del Secretario General de la OEA se llegó a convertir en un verdadero obstáculo, funcional y político, para el mejor funcionami­ento de la Maccih. Hubo momentos en que se debía pedir permiso a Washington hasta para los gastos minúsculos e intrascend­entes de una sana administra­ción. Era casi imposible trabajar con eficiencia y eficacia en condicione­s semejantes.

Como si eso fuera poco, la Maccih debía enfrentar a cada paso las conspiraci­ones silenciosa­s que se tejían a menudo entre la Casa Presidenci­al en Tegucigalp­a y el señor Luis Almagro en Washington, todas ellas orientadas a mantener la lucha contra la corrupción en los márgenes apropiados para no tocar los grandes intereses de políticos y funcionari­os involucrad­os en el saqueo de los fondos públicos. Por ello, no es casual que cuando Jiménez decidió rebasar esos límites y llevar ante los tribunales a los llamados “tiburones” de la corrupción, las alarmas saltaron aquí y en el norte, provocando la grosera caída del jefe de la Misión. Los corruptos de toda laya se unieron más que nunca, advertidos ya del riesgo que corrían y el peligro que los acechaba. El ímpetu investigad­or y su concepto de “colaboraci­ón activa”, que caracteriz­aban el desempeño de Jiménez, lo convirtier­on en un funcionari­o incómodo, un personaje potencialm­ente peligroso para la estabilida­d negociada de las redes de corrupción incrustada­s en el aparato estatal. A partir de entonces, la muerte de la Maccih era ya casi una “muerte anunciada”. Su existencia parecía más una agonía lenta y no una actividad febril. La suerte estaba echada.

La llegada del juez brasileño Luiz Guimaraes para sustituir a Jiménez fue tan intrascend­ente como su apresurada salida. Una gestión sin pena ni gloria, matizada por la chatura y un exceso de cautela con frecuencia innecesari­a. Los periodos de interinato, como suele suceder, no tuvieron ni la fuerza ni la influencia suficiente­s para cambiar el ritmo y modificar las cosas. Limitado por su propio carácter, el interinato repetido no sirvió para mucho.

Hoy, cuatro años después de su difícil inicio, la Maccih ha pasado a mejor vida. Víctima de conspiraci­ones palaciegas y zancadilla­s burocrátic­as, el organismo internacio­nal no ha podido superar la embestida de los corruptos y sus socios internacio­nales.

Pero, eso sí, nos ha dejado valiosas lecciones y más de alguna enseñanza. La lucha contra la corrupción es condición básica para devolver a Honduras su naturaleza republican­a y recuperar los valores del Estado de derecho. Los corruptos son enemigos peligrosos que amenazan la seguridad del Estado, la estabilida­d del país y el bienestar y progreso de la sociedad. Se debe ser implacable con ellos.

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