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CUANDO SE VA UN SER QUERIDO

- Iris Richard Iris R ichard es consejera espiritual. Vive en Kenia, donde ha realizado durante 17 años labores voluntaria­s entre la población. Está afiliada a La Familia Internacio­nal.

Steve era un niñito alegre de ojazos marrones, cabello rubio rizado y un hoyuelo que aparecía en su mejilla derecha cada vez que sonreía. Tenía una mirada distraída y con frecuencia se sentaba junto a la ventana para contemplar la lluvia, las nubes o los pájaros.

—Lo ha besado un ángel —me dijo con una sonrisa la partera japonesa cuando puso por primera vez a aquella cálida criatura en mis brazos, señalando en la parte posterior de la cabeza un mechón de pelo blanco como la nieve—. Tiene un llamado especial en la vida.

A lo largo de los años recordé muchas veces sus palabras, deseosa de saber qué significad­o tenían.

Quince años más tarde, Steve —para entonces un joven apuesto con físico de atleta— de repente se puso muy enfermo. Yo estaba segura de que era un ataque de malaria, puesto que habíamos viajado con regularida­d a la costa en el curso de nuestra labor misionera en África Oriental. La expresión grave del rostro del médico me indicó lo contrario, incluso antes que nos comunicara los resultados de los exámenes que había pedido. «Leucemia linfoblást­ica aguda ». De pronto me asaltaron mil preguntas: «¿Qué significab­a aquello? ¿Era curable? ¿Cómo afectaría su futuro?»

Debido a la gravedad del mal que padecía Steve, estábamos en una carrera contra el tiempo. En apenas pocas horas fue trasladado de Kenia a Europa, donde tendría acceso a mejores tratamient­os. Fue hospitaliz­ado y sometido a quimiotera­pia.

Los dos años siguientes fueron largos y agónicos. Las sucesivas sesiones de quimiotera­pia nos regalaron momentos esperanzad­ores seguidos de reveses.

Finalmente llegó el día en que se hizo patente que nuestro amado Steve no se recuperarí­a. Los médicos declararon infructuos­os los tratamient­os y le dieron seis semanas de vida. Steve quiso retornar a

Mombasa (Kenia), donde se había criado. Allí, rodeado de sus amigos y familiares, llegó a cumplir algunos de sus últimos deseos, como pasar un día navegando por la bahía y contemplar al atardecer los brillantes reflejos del sol en el Océano Índico.

Cuando una mañana temprano exhaló su último aliento en una pequeña habitación de un hospital con vista al mar, mi mundo se detuvo. Una mariposa amarilla bien grande entró por la ventana abierta. Sentí que Dios me estaba confirmand­o que se había llevado a Steve apacibleme­nte a Su mundo invisible. Aun así, el impacto de perder a mi hijo me dejó maltrecha bastante tiempo, después que los demás ya habían hecho su duelo.

El consejo reiterado que todos me daban era: «Déjalo estar y sigue

adelante». Pero seguir adelante ¿hacia dónde? Y ¿cómo? En el fondo, estaba resentida y enojada con Dios por despojarme de mi joven hijo tan lleno de vida. Me sentí burlada y vacía. Los meses pasaron lentamente. Yo cavilaba una y otra vez sobre mi pérdida, y seguía con el dolor clavado en mi corazón.

Finalmente decidí encontrarm­e con Dios cada mañana temprano, en la terraza, para contarle mis desdichas. Los días se convirtier­on en semanas mientras yo descargaba en Él todo mi dolor, mi remordimie­nto y mi rabia por lo sucedido. «Si el amor es la esencia de Tu naturaleza, como dice la Biblia, ¿cómo me has tratado tan duramente, a mí y a mi hijo?», cuestioné una y otra vez.

Con cuanta paciencia y longanimid­ad me escuchó.

Lloré, rogué y argumenté hasta que por fin una mañana sentí que había dicho todo lo que quería y ya me había desahogado. Fue entonces — cuando estuve dispuesta a hacer las paces con Dios—, que la serenidad me embargó el alma. Con voz suave y tranquiliz­adora, Él me empezó a hablar. A partir de ese momento, mis encuentros solitarios con Dios cada mañana en la terraza tomaron otro cariz. Aprendí a prestarle atención y permitirle que me consolara y sanara mi dolor.

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