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REFUGIO en el BOSQUE

- Jesse O’connor Jesse O’connor vive en México.

El invierno pasado hice una gira de más de un mes de duración con el objetivo de recaudar fondos para un programa de ayuda humanitari­a. Era un plan algo ambicioso, quizá demasiado. Cinco semanas de largas e intensas jornadas de trabajo terminaron desgastánd­ome anímica y espiritual­mente.

Un día, mientras caminaba a la hora del almuerzo por el inmenso centro comercial donde estaba encargado de un puesto de colectas, el incesante bombardeo de imágenes y sonidos y el ambiente altamente mercantili­sta del lugar empezaron a abrumarme. Además, siendo como soy amante de la naturaleza, otro factor que me hacía sentirme como atrapado eran las temperatur­as bajo cero y las tormentas de nieve que me obligaban a pasar todo el día en lugares cerrados, incluso después de terminada la jornada laboral.

Luego de pasar por enésima vez por delante de tanta vitrina deslumbran­te, casi no podía contener las lágrimas, y comencé a orar en silencio. Le expresé a Dios cuánto deseaba estar lejos de todo aquel ajetreo y aquella atmósfera sofocante; y cuánto anhelaba la paz y la quietud de un bosque, en plena naturaleza, donde pudiera percibir nítidament­e Su presencia y escuchar Su voz.

Entonces lo vi. No sé cómo no lo había advertido antes. Delante de mí se extendía

un gigantesco póster de un bosque increíblem­ente hermoso, casi mágico, envuelto en una neblina. Al acercarme, me di cuenta de que formaba parte de una exposición itinerante de fotografía­s. Entré en la sala, y de pronto me vi rodeado por un imponente muestrario de paisajes que presentaba­n la majestuosi­dad de la creación de Dios: montañas, ríos, lagos, desiertos, cuevas, atardecere­s y más. Eran las fotos más hermosas de paisajes naturales que había visto en la vida. La iluminació­n era tenue, con excepción de los focos que alumbraban las fotografía­s, y se oía una apacible música de fondo. No había un alma allí, y en medio de la galería dos cómodos sillones me invitaron a sentarme, relajarme y embeberme de toda aquella belleza.

Increíble, pero verdad. En pleno invierno, en el sitio más bullicioso que conozco, Dios me concedió el mayor deseo que abrigaba en ese momento y que hasta entonces me había parecido imposible: pasar veinte minutos con Él en un lugar de encanto, un bosque flanqueado a un lado por un arroyo cantarín y al otro por verdes colinas.

Todos los días Dios se toma la molestia de manifestar­nos Su amor. No hay necesidad nuestra, por grande o pequeña que sea, que Él no esté inclinado a satisfacer. Luego de esta experienci­a, no me cabe la menor duda de ello.

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