CONSERVAR LA CHISPA
De niña recuerdo que rompía a llorar cada vez que pensaba que mis padres envejecerían. Los quería tanto que la sola idea de que algún día perdieran el cabello y se les arrugara la piel me resultaba muy difícil de aceptar. Ahora que lo pienso, algo dentro de mí repudiaba el proceso de envejecimiento. Estaba convencidísima de que todo lo que fuera bello nunca debía terminar o perder su chispa.
Con el paso del tiempo ese miedo fue desapareciendo. No puedo decir con franqueza que me entusiasme la idea de envejecer físicamente; pero además de sentirme más fuerte ahora que cuando era joven — gracias a que hago más actividad física y me alimento mejor—, estoy tomando conciencia de que en realidad lo que más me asusta es envejecer por dentro, perder el entusiasmo, mis ideales y el deseo de seguir aprendiendo y progresando. Por eso me alegro cada vez que se me presenta la oportunidad de exigirme un poco más, de empezar de nuevo y mantenerme joven. No hay caso, soy una idealista sin remedio.
Hace unos años asistí a una reunión de exalumnos de mi colegio y me encontré con muchos amigos a los que no veía desde hacía más de 30 años. De joven era muy buena estudiante y lideré causas políticas y sociales. Después decidí dedicar mi vida a misionar y a causas humanitarias, labor que he realizado durante 38 años, muchas veces en circunstancias muy difíciles. Nunca he acumulado muchos bienes materiales. En cambio, bastantes de mis antiguos compañeros son actualmente profesionales hechos y derechos, médicos, abogados y empresarios.
En determinado momento alguien se atrevió a plantearme la pregunta embarazosa: «Y ¿no te arrepientes? Eras una alumna brillante. Todos te admirábamos y pensábamos que llegarías a ser una gran doctora o escritora ».
Simplemente contesté que no, que no me arrepentía de nada de eso. Sabía que había encontrado y seguido el llamamiento de Dios en mi vida, y esa es la mejor recompensa a la que se pueda aspirar. Todos suspiraron aliviados y exclamaron casi al unísono: «Nos alegramos mucho de oírte decir eso y de saber que todavía defiendes los ideales por los que renunciaste a tantas cosas. Sigues siendo un modelo de conducta para nosotros».
Me di cuenta en ese momento de que no soy la única que detesta tirar la toalla. No es cuestión de aparentar siempre fortaleza y no cometer errores. Eso de todos modos es imposible. A lo largo del camino es inevitable sufrir muchas caídas. Hasta hay momentos en que uno se ve obligado a tomarse un descanso. Pero aun así uno no tiene que darse por vencido, sino continuar creyendo, ofreciendo, avanzando y cambiando.