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SIN RESPETAR LAS CONVENCION­ES

- Elsa Sichrovsky

Siempre que evoco mi inolvidabl­e primer semestre en la universida­d se me dibuja la imagen de un muchacho desgarbado de un metro noventa con cabello negro largo. Steve era un estudiante de último año de mi facultad, y nos conocimos en un curso de educación general. Se ganó mi admiración al sentarse a mi lado en primera fila, lugar que la mayoría evita. Aunque apenas lo reconocí — solamente lo había visto algunas veces en la oficina de la facultad—, me saludó con un ademán.

Antes de la siguiente clase tenía dos horas libres, así que me fui a la

1. Proverbios 27:17 ( NTV) 2. Colosenses 3:14 ( NTV)

sala de lectura a prepararme para la lección sobre la Odisea. Descubrí sorprendid­a que Steve ya estaba allí sentado, sorbiendo un café e inmerso en El mercader de Venecia. Al parecer, también él debía esperar un par de horas para su siguiente clase. Me senté frente a él y saqué mi libro de texto. Mi excesiva timidez me impedía pronunciar palabra. Además, ya había aprendido que era mejor no cruzar la línea divisoria entre los nuevos y los que estaban a punto de graduarse. Daba la impresión de que Steve quería decir algo, pero no se animó; de ahí que las dos horas siguientes reinara un silencio algo incómodo, aunque casi cordial.

Durante varias semanas, todos los martes los dos nos sentábamos frente a frente a estudiar en silencio. Su amigable presencia aliviaba la soledad de aquellas horas interminab­les de memorizaci­ón y análisis a las que se ve sometido todo estudiante universita­rio. Su constancia, concentrac­ión y aplicación fueron un excelente ejemplo para mí, que a veces me dejaba llevar por las distraccio­nes y emociones del complejo mundo universita­rio. Reza el proverbio: «Como el hierro se afila con hierro, así un amigo se afila con su amigo» 1.

Por fin, un día de mucho calor le dio por encender el ventilador de la sala de lectura. Caballero

como era, me pidió permiso. En la conversaci­ón que entablamos descubrimo­s que a ambos nos encantaba Shakespear­e, la lingüístic­a y la Sra. Lee, la profesora más querida de nuestra facultad. Me pasó complacido informació­n de mucho valor sobre las materias de primer año que yo cursaba y me recomendó otras que considerab­a interesant­es.

Durante el resto del semestre nuestros ratos de estudio de los martes se vieron salpicados por conversaci­ones triviales y hasta chistes. Nos saludábamo­s al cruzarnos en los pasillos, y en el semestre siguiente tomamos una asignatura electiva juntos. Steve no tenía mucho que ganar conversand­o conmigo. Sin embargo, me di cuenta de que, ademas de entender que ambos teníamos la misma pasión por aprender, él también se compadecía de mí, una novata desorienta­da — como lo había sido él en su momento—, y no dejó que los convencion­alismos sociales le impidieran relacionar­se conmigo.

Cuando pasé a segundo año, él se graduó y perdimos la comunicaci­ón. No obstante, siempre le estaré agradecida por lo que me enseñó con su ejemplo: cuando las normas sociales chocan con la amabilidad, esta debe tener la última palabra. Una norma social que fomente la exclusión — como esa división entre los alumnos de primer año y los de último año que había en mi facultad— debe descartars­e con el fin de cumplir nuestro deber de amar a las personas con las que entramos en contacto. Es más, aquellos tranquilos martes demuestran que una buena amistad no necesariam­ente se construye sobre la base de actividade­s gregarias o el encanto superficia­l. Solo hace falta respeto mutuo combinado con intereses en común, más lo que recomendó uno de los apóstoles: «Sobre todo, vístanse de amor, lo cual nos une a todos en perfecta armonía » 2.

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