Un árbol de verdad
Los niños siempre habíamos querido un árbol de Navidad de verdad, uno bien alto y magníficamente decorado, como los que tenían las demás familias. Queríamos que tuviera luces con música, guirnaldas plateadas, brillantes adornos y ramas cubiertas de nieve. Y como es natural, que a su alrededor hubiera una abundancia de regalos.
Mas al llegar diciembre, una vez más nuestra sala de estar seguía sin árbol. Los adornos nuevos eran muy costosos para una familia misionera como la nuestra, por lo que mamá sacó unas cajas que tenía guardadas y logró que los antiguos adornos lucieran como nuevos. Luego se puso a confeccionar medias de Navidad con papel rojo brillante, adornadas con borlas de algodón. Mis hermanas menores la ayudaron a recortar y pegar. Hicieron doce —una para cada niño— y mamá las colgó de la baranda de la escalera. Mis hermanos consiguieron hacer funcionar las luces de colores una temporada más y las pusieron en la veranda.
Para el pesebre preparamos figuritas de arcilla, que luego horneamos y pintamos. Alguien nos regaló un juego de tres angelitos que complementaban muy bien nuestro nacimiento, hasta que los niños —todos empeñados en mover las figuras una y otra vez para ponerlas en la ubicación perfecta— tumbamos uno de los querubines, y terminó descabezado.
Una noche papá llegó a casa y anunció que había comprado un árbol de Navidad. Con curiosidad y emoción nos reunimos en la sala para inspeccionarlo. ¡Era nuestro primer árbol de Navidad!
— Precioso, ¿verdad? — dijo papá con su habitual entusiasmo.
En realidad no era otra cosa que una maqueta de una conífera hecha de papel maché, de unos treinta centímetros de alto. —¡Ese es nuestro árbol? El desencanto se hizo patente en nuestras doce caritas. —¡Pero es muy endeble! —Un poco raro. — Papá, eso no es un árbol de verdad.
— Claro que es un árbol de verdad, cariño. ¡Es magnífico!
Papá no perdía la esperanza de contagiarnos su entusiasmo.
—Y miren, ¡compré un reno que hace juego con él!
Con muchos aspavientos desempaquetó un reno hecho con periódicos reciclados.
¡Mi padre era así! Aunque no tenía mucho para gastar en cosas superfluas, siempre trataba de ayudar a quienes tenían todavía menos comprándoles sus artesanías. Él era capellán del sistema penitenciario de las Filipinas, y había reunido
muchos artículos hechos a mano. Por ejemplo, el año anterior había traído a casa un buque de guerra exquisitamente tallado en madera, que adornó un estante de nuestra biblioteca hasta que mis hermanos decidieron hacer una batalla naval con él. El año anterior la casa se nos había llenado de botellas de vidrio que contenían diversas miniaturas: casitas construidas sobre palafitos, personas hechas con fósforos, unas palmeritas junto a una playa…
Mis hermanos juntaban revistas y periódicos para los artesanos, y mis hermanas y yo les ayudábamos a vender sus hermosas tarjetas navideñas pintadas a mano. Las ganancias se las entregábamos a sus familias.
Para colmo, aquello: ¡nuestro arbolito de verdad!
— Si lo adornamos, a lo mejor queda bien —propuso una de mis hermanas.
Lo colocamos sobre la mesita del teléfono, que casi le quedaba grande. Mamá recortó unos adornos de cartón: estrellas, campanas y bastoncitos. Un poco de pegamento con brillantina le dio una chispa de vida. Me acordé de un par de palomas de plástico recubiertas con tul blanco que había encontrado en una tienda mayorista: también se las colgamos al árbol. Le pusimos lucecitas de colores que centellaban alegremente sobre María, José, el niño Jesús y los casi tres angelitos.
Súbitamente la Navidad cobró vida en nuestro alegre hogar. Nunca lo olvidaré. Ese año fue dificultoso para nuestra familia, pero también uno de los más memorables.
Nunca llegamos a tener un árbol de Navidad comprado en una tienda, pero conseguimos uno que representaba fielmente el afecto que había en nuestra familia. Aunque nuestro hogar nunca estuvo decorado con adornos costosos, en él abundaban las risas de niños felices y las melodías de villancicos. Papá Noel nunca tuvo mucha acogida en nuestra familia, pero sí pillamos a mamá besando a papá cerca del árbol. Y en cuanto a regalos de Navidad, lo que nuestros padres nos dieron no tiene precio.
Pasamos muchos momentos felices en familia. Nuestros padres nos enseñaron que la Navidad era para entregarnos de corazón a los demás. Ese mismo amor desinteresado debería caracterizar nuestra vida, no solo en Navidad, sino todo el año, como un auténtico árbol de hoja perenne.