CANTANDO VILLANCICOS
Cuando mis hijos eran pequeños nos enteramos de una antigua tradición que hubo desde la Edad Media en diversas partes de Europa. Grupos de niños y jóvenes iban de casa en casa entonando villancicos y a veces recogiendo donaciones con fines benéficos.
Ni cortos ni perezosos, decidimos hacerlo también nosotros. Al principio nos costó un poco envalentonarnos para tocar timbres, y tuvimos que acostumbrarnos a que nos preguntaran: «¿Quién es?» con voz áspera por el interfono.
Les respondíamos con entusiasmo:
— Hemos venido a cantarles y desearles una feliz Navidad.
Casi siempre nos abrían la puerta, y la gente se reunía a escuchar, dar palmas e intercambiar buenos deseos. Muchos se acordaban de la antigua tradición y nos daban las gracias por llevar a su casa el espíritu de la Navidad. Tuvimos oportunidad de entablar relación y pasar un rato con gente que estaba sola, personas mayores y algunos enfermos.
Un par de veces nos quedamos atascados en el ascensor de un edificio y seguimos cantando hasta que alguien logró sacarnos. En una ocasión fuimos testigos de cómo dos vecinos que no se habían hablado desde hacía años se perdonaron y se desearon mutuamente una feliz Navidad.
Al pasar los años se nos unieron otros niños y jóvenes, y hasta algunos de mis nietos. Ninguno era músico profesional. El único requisito era estar rebosante de alegría navideña.
Una Nochebuena se nos rompieron un par de cuerdas de la guitarra, y las cosas no estaban yendo muy bien. No obstante, fue precisamente en esa ocasión cuando se produjo un encuentro muy conmovedor. Conocimos a un señor que tenía una pierna escayolada y que por ese motivo no había podido organizar una celebración como otros años. Estaba muy triste. Terminamos cantando con él a capela, y nos mostró fotos de sus seres queridos que vivían lejos. Cuando nos despedimos nos dijo que había sido la mejor Nochebuena que había pasado en mucho tiempo.